Rotura de paradigmas

Raúl Andrade Gándara

Rochester, Estados Unidos

Detrás de esta pomposa frase, se esconde una verdad sencilla. Significa simplemente modificar la manera de hacer las cosas. Consiste en adaptarse a los cambios y entender que nuestros hábitos de pensamiento o modelos de conducta requieren con frecuencia de revisión y creatividad para evaluar su eficacia en la vida diaria.

Esta renovación personal, recomendada por todos los gurús de la superación individual, tiene una tremenda importancia frente a los desafíos de la vida. Nadie puede excluirse de ella, bajo sanción de quedarse atrás y seguir empantanado aplicando recetas arcaicas o superadas por la realidad. Y si este razonamiento es tan válido en lo personal, con mayor razón debe serlo en lo nacional.

El seguir aferrados a sistemas ineficientes es la base del atraso de muchos países en comparación con otros. Aquellos que supieron reconocer sus errores y procedieron a rectificar y enrumbar sus prácticas de convivencia hacia resultados eficaces y comprobados. Es imperativo un cambio de mentalidad. Hay que desterrar la negatividad y el pesimismo. Hay que elevar la vara y exigir más del resto y de nosotros mismos.

Quiero aportar con dos sencillos ejemplos. El primero, mi experiencia en las clases de recuperación de puntos para la licencia. Mis compañeros eran todos transportistas. Por mi tarea semanal de agricultor, el cruce de tres provincias me convirtió en presa fácil para los prósperos negocios conocidos como “operativos” a cargo de la policía nacional. Incapaz de negociar una coima, por principio y no por ignorancia, me resigné a ser un transportista más.

En la primera clase, me impresionó la presencia de un dipsómano entre los asistentes. Su olor lo delataba. Su asistencia fue absolutamente irregular. A tal nivel llegaba su irresponsabilidad, que apareció tarde y borracho al examen final. Pero lo más impresionante para mi fue constatar la falta de conocimiento básico de las leyes de tránsito por la mayoría de alumnos, así como la sorpresiva aprobación del curso por parte de todos los integrantes, incluido el borrachín, lo cual decía mucho de la falta de rigor en la calificación.

Por supuesto, la parte humana, el mes de déficit por la imposibilidad de manejar la unidad, hacia impensable el que los trabajadores del volante pierdan su modo de vida, así que resultaba imposible que pierdan el curso.

El segundo, el que ocurrió años después, cuando por avatares de la vida, tuve que aplicar a la licencia americana. Fiel a la mentalidad ecuatoriana, busqué en el internet las respuestas al examen. Primer error. A repetir la prueba. Prueba superada. Pero estudiando. Seis meses de permiso provisional. Nuevo examen. Reprobado porque llegué al examen sin un conductor con licencia americana como acompañante. Nuevo examen. Finalmente aprobado. Pero no fue fácil ni cuestión de compadrazgo. Fue por méritos y respeto a la ley. Esa es la diferencia.

En tres años no he visto un solo control de licencia y matrícula a cargo de la policía. He visto si muchos automovilistas multados por exceso de velocidad o en estado de ebriedad. Y el proceso para recuperar la licencia en el segundo caso es duro y difícil. Nada se resuelve pasando un billete. Y hay que aceptarlo. Y funciona. Se elimina a los conductores peligrosos, no a los que no tienen extintores. Eso no se revisa. Es responsabilidad del conductor tener un seguro y conocer la ley. Simple.

La corrupción no es una solución . Es un riesgo. Es más sencillo respetar la ley que romperla. Y se aprende a respaldar al Estado como institución porque en épocas de crisis, como la actual, el Estado protege al ciudadano cumplidor de las leyes. Finalmente, la disciplina funciona. En todos los ámbitos. No hablo de perfección, pero sí de eficacia. No hablo de magia, sino de reglas claras. No hablo de promesas, sino de realidades medibles en dinero.

No hay derechos adquiridos, pero sí mucho respeto al trabajador. No hay contratos de por vida, sino por horas, pero el límite lo pone uno mismo. Depende de la voluntad y el esfuerzo. El empleador que abusa es duramente sancionado. El trabajador ocioso es despedido sin mucho trámite. Y eso hace una gran diferencia.

Nosotros nos vamos por las ramas. Construimos irrealidades basados en teorías y deseos, y el despertar es muy duro. Los derechos adquiridos impiden a las nuevas generaciones encontrar trabajo, y las leyes ahorcan al emprendedor con demasiada dureza.

El Estado es víctima de su propia obesidad e incapacidad para dar los servicios básicos a los que se ha comprometido, y lo hemos constatado dolorosamente durante esta última crisis. Y sin embargo, no hay la voluntad de cambiar. No hay la visión a futuro. No hay metas de mediano y largo plazo. No hay respeto a la institucionalidad ni a las leyes. Y zozobramos cada década entre peleas fratricidas e inútiles, cambios constitucionales y constantes manipulación de las leyes, corrupción reptante y permanente, y una incapacidad endémica por parte de los políticos para plantear soluciones de país.

Cada uno es propietario de la verdad y no cede un ápice a cualquier planteamiento que no sea el suyo. Qué mal estamos. Y no queremos aceptarlo. No es cuestión de nombres. Es cuestión de mentalidad y honradez en las propuestas. Y no las vemos. Ojalá entendamos que no existen milagros. Que todo requiere dedicación y esfuerzo. Que el Estado tiene que garantizar lo básico y no perderse en lo superfluo. Que lo que funciona debe imitarse y lo que ha fracasado debe desecharse.

Hay que modificar nuestra forma de ver las cosas. Olvidar el providencialismo y centrarnos en la reestructuración de nuestras realidades. Y quizás allí, logremos algo más que los lamentos, los odios y la negatividad que hoy parece dominarnos.

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