Del agravio a la ciudadanía

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

La conquista y colonización de América: el gran agravio contra los indígenas, es un hecho histórico incuestionable, que produjo, especialmente en la primera etapa, uno de los mayores genocidios que ha conocido la humanidad.

Aunque, hasta inicios del siglo XX, la cuestión indígena en Ecuador no había cambiado demasiado en relación con la Colonia, solo en este siglo se dan avances importantes en la conversión de los indígenas en sujetos de derechos, vale decir, en su integración como ciudadanos plenos a la República. Sin afán de ser exhaustivos, podemos señalar cinco avances clave en este proceso.

El primero tiene que ver con los derechos económicos. Los momentos más importantes en este campo son la abolición del concertaje (1918), las reformas agrarias de 1964 y 1973, con las que se liquida el huasipungo[1], y la eliminación del latifundio y la concentración de la tierra establecida en la Constitución de 2008.

El segundo gran avance se refiere a los derechos sociales. Aquí destaca la creación, en el año 1981, del Seguro Social Campesino, cuyos antecedentes se remontan al año 1935, y al plan piloto del Seguro Social Campesino, que se empezó a ejecutar en 1968, en cuatro comunidades de las provincias de Chimborazo, Imbabura, Guayas y Manabí. Parte de la población indígena, sin embargo, está cubierta por el Seguro Social General. Otro avance notable, en esta área, es el acceso de los indígenas a la educación formal, que se refuerza con la constitución del sistema de educación intercultural bilingüe, en el año 1988.

En lo que respecta a los derechos políticos, el avance más trascendental es el reconocimiento del derecho al voto a los analfabetos -muchos de ellos indígenas- establecido en la Constitución de 1979. Este reconocimiento es la base para la conformación, 16 años más tarde, de un partido político de carácter étnico: Pachakutik.

El último gran avance, cuyas implicaciones políticas -no necesariamente positivas- las está viviendo el país ahora, es el reconocimiento, en la Constitución de 2008, de Ecuador como Estado multiétnico y plurinacional.

Todos estos avances se dan como parte del proceso más general de ampliación de la democracia y aplicación de los principios liberales de libertad y justicia en el país. En la eliminación del concertaje, hay una participación decisiva de intelectuales liberales como Belisario Quevedo, Agustín Cueva, Pío Jaramillo Alvarado y el mismo presidente de entonces, Alfredo Baquerizo Moreno.

En una conferencia dictada en abril de 1915, Agustín Cueva afirmaba que “la igualdad jurídica es uno de los pocos mayores bienes que el Estado puede asegurar a los conciudadanos y esa igualdad se ha negado a los conciertos” (En El indio ecuatoriano, Jaramillo Alvarado, edición 2009: 180). Belisario Quevedo, por su parte, sostenía que “No pueden coexistir el siervo medioeval y el libre ciudadano moderno” (En El indio ecuatoriano, Jaramillo Alvarado, edición 2009: 176), mientras Baquerizo Moreno señalaba que es grande en la tierra quien “ve en su semejante al ser íntegro y humano, dueño de todas sus libertades” (En El indio ecuatoriano, Jaramillo Alvarado, edición 2009: 182).

La eliminación del concertaje, para estos intelectuales, era una manera de –usando la jerga hoy vigente- construir ciudadanía. La visión del indígena como ciudadano, más que como víctima redimida, es la que vertebra sus planteamientos, aunque, a veces, también ellos recurran a la retórica” victimista” propia de la época.

El derecho común es la base de la ciudadanía y, al mismo tiempo, el principal mecanismo de cohesión social y solución de conflictos e inequidades sociales. No puede haber igualdad efectiva sin igualdad jurídica. La política pública y las legislaciones específicas son mecanismos de realización de derechos y no de entrega de dádivas. La eliminación del concertaje, por tanto, debe entenderse como el punto de partida, en el siglo pasado, de la concreción de la igualdad jurídica del indígena con los demás ecuatorianos.

La eliminación del concertaje fue el primer paso en su liberación de la tutela del hacendado. La ampliación de los límites de su libertad económica que esta medida supuso se profundizó con las reformas agrarias de 1964 y 1973, que convirtieron a los indígenas en propietarios agrícolas. Y, también, con la entrega, después del levantamiento indígena de 1990, de dos millones de hectáreas, en el gobierno de Rodrigo Borja.

A la ampliación de la libertad derivada de estas medidas deben sumarse los logros obtenidos en la búsqueda de justicia. Las conquistas en el ámbito puramente legal, alcanzadas con la eliminación del concertaje, se extendieron, con las sucesivas reformas agrarias, al ámbito social. Y se fortalecieron con la prohibición del latifundio, la concentración de la tierra, y el “acaparamiento o privatización del agua y sus fuentes”, establecida en el artículo 282 de la Constitución de 2008.

El sistema de propiedad de la tierra prevaleciente ha incidido, sin duda, en los mayores niveles de empleo del campo en relación con la ciudad. Los datos de empleo rural, obviamente, no hacen referencia solo a la población indígena, pero la incluyen.

Según la Encuesta Nacional de Empleo, Desempleo y Subempleo” (INEC, 2019), la tasa de empleo bruto, relación entre las personas con empleo y las personas en edad de trabajar, del área rural es de 72,7%: 13,3 puntos porcentuales más que la tasa del área urbana. La tasa de desempleo en el área rural es, así mismo, menor que en las urbes. En estas, según la encuesta mencionada, la tasa de desempleo fue de 5.8%, frente a solo 2,2% en el área rural.

Pese a que hay una mayor cobertura de empleo en el sector rural que en el sector urbano, la calidad del empleo en las ciudades es mejor que en el campo. Así, mientras la tasa de empleo adecuado[2] en las urbes fue de 47%, en el campo llegó solo a 20,2% (INEC, 2019). La explicación, en este caso, se encuentra en que, en el campo, en el sector agrícola y pecuario, gran parte del trabajo es familiar.

Cuando analizan estos hechos, intelectuales, generalmente de izquierda, tienden a acentuar sus deficiencias y limitaciones. Y a considerarlos más que un avance, un fracaso, o una maniobra para favorecer a las clases dominantes. La conclusión de estos análisis siempre es la misma: todo sigue igual, nada ha cambiado, o, en el colmo del fatalismo, ha cambiado todo, para que nada cambie.

En su libro “El Yugo Feudal”, publicado por primera vez en 1962 y reeditado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana en el año 2010, el intelectual “correísta”, Jaime Galarza Zavala, afirmaba lo siguiente:

La libertad obtenida por el huasipunguero es una mera ficción (…), el esclavo sin tierras se ha convertido en esclavo con tierra (…). El campesino, así, ha pasado del trapiche en que le molían los patronos feudales, al trapiche en que le muele toda clase de capitalistas, principalmente el usurero y la “moderna” hacienda (2010: 266).

Todo proceso de colonización se concreta en una política de exclusión. Sin embargo, la cuestión indígena en Ecuador debe analizarse en relación con el proceso de democratización que vive el país desde inicios del siglo XX. Pese a haber sido llevada a cabo por regímenes dictatoriales, la entrega de tierras a los indígenas y otros campesinos es una medida de democratización económica. La democratización económica propiciada, sobre todo, por la realización de las reformas agrarias, permitió a los indígenas incidir políticamente desde su posición de propietarios agrícolas.

La propiedad de la tierra les ha dado un poder significativo en el control del aprovisionamiento de alimentos a las urbes. Y este poder se ha convertido en un factor de presión política, que ha sido usado, por ejemplo, en el intento de golpe de Estado de octubre de 2019. Myriam Cisneros, dirigente sarayacu, en el “diálogo por la paz”, celebrado el 13 de octubre, señaló que son los pueblos indígenas los que “labramos en el campo, trabajamos, …cultivamos, …damos de alimentar a la ciudad”. Y Leonidas Iza, presidente del Movimiento Indígena y Campesino de Cotopaxi (MICC), en un evento realizado el 7 de noviembre de 2019 en la Universidad Central del Ecuador, remarcó la importancia de los pequeños productores agrícolas, frente a los grandes productores, en la consecución de la soberanía alimentaria del país. “No es posible –dijo- que a los grandes grupos económicos se les ha dado trasvases, canales de riego, pero a los sectores que sostenemos la soberanía alimentaria ni siquiera tenemos un programa de riego” (Diario El Comercio, 7 de noviembre de 2019).

Estas afirmaciones son, cuando menos, inexactas. Según la FAO (2015:9),

1 500 000 ha (están) equipadas con riego. De este total, 266 000 ha o el 18 por ciento corresponde a la superficie con infraestructura construida por el Estado que corresponde a los76 sistemas públicos de riego; 466 000 ha o el 31 por ciento corresponde a los sistemas comunitarios y asociativos; 420 000 ha o el 28 por ciento corresponde a los sistemas privados-particulares, y 348 000 ha o el 23 por ciento corresponden al uso del agua sin concesión.

La pertenencia territorial ha sido -al igual que el control de parte de la producción agraria- utilizada como factor de presión política por los indígenas. Jaime Vargas, dirigente de origen amazónico, sostuvo, en el “Diálogo por la paz”, “Aquí estamos los dueños del territorio, los dueños del petróleo”. La visión de los recursos naturales como propiedad particular de un pueblo o de los habitantes de un territorio se advierte con claridad en las palabras de Vargas. Y sustenta, en términos económicos, la idea de autogobierno indígena, uno de cuyos fundamentos es el pensamiento marxista, fuente importante de la ideología política del movimiento indígena, que mezcla sin ningún problema ancestralismo y filosofía de la historia.

Esta idea está muy cerca de lo que Isaiah Berlín (Dos conceptos de libertad y otros escritos, 2010) denomina libertad positiva, uno de cuyos caminos es la búsqueda de la libertad por la autorrealización. Se trata, dice Berlín, de una búsqueda basada en la razón, que, en este caso, se identifica con mi razón: la de mi grupo. Yo quiero ser libre para vivir de acuerdo con mi voluntad racional, la de mi verdadero yo. Esta voluntad, racional como es, y en tanto que los seres humanos son racionales, no puede sino ser compartida por los otros. Para ser libre, en consecuencia, debo eliminar los obstáculos que se oponen a la realización de mi voluntad. Y esto implica imponerles mi propia voluntad a los que se oponen a ella o son incapaces de distinguir sus propios intereses como seres racionales. Detrás de esta idea está la presunción de que la construcción de una sociedad regida por la razón es posible. En esta sociedad, la libertad coincidiría con la ley y la autonomía con la libertad.

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En el campo de los derechos sociales, destaca la inserción de los indígenas en el sistema público de seguridad social, sobre todo, a través del Seguro General/Voluntario y del Seguro Social Campesino, que protege a todos los familiares del afiliado que viven bajo el mismo techo. En el año 2014, el 27% de jefes de hogar autoidentificados como indígenas estaba afiliado a la seguridad social pública.

Estos niveles de afiliación, sin embargo, son bastante menores que los de otros grupos étnicos como el de los mestizos o el de los afroecuatorianos. En el primer caso, el 45,4% de los jefes de hogar estaba afiliado a un seguro público o privado, y, en el segundo, el 41,1%. En la población indígena, además, la cobertura de servicios privados es nula.

Pese a que unos grupos étnicos han sido atendidos con mayor frecuencia que otros, ninguno lo ha sido de manera suficiente. La mayoría de los miembros de las distintas etnias están fuera de la cobertura de la seguridad social. No se trata, pues, de un problema étnico, producto de una política de discriminación adoptada por el Estado ecuatoriano, sino de uno que afecta, en mayor o menor medida, a todas las etnias y clases de nuestra sociedad. Si se tratara de un hecho de exclusión, se podría decir que la mayor cobertura de la población afroecuatoriana y mestiza se debe a una acción deliberada de las autoridades favorable a estos grupos en detrimento de los indígenas. Cosa que no ha ocurrido.

Hace algunos años, se consideraba que la presencia minoritaria de las mujeres en los estudios universitarios era producto de la discriminación de género. Ahora, la presencia de las mujeres es mucho mayor que la de los varones. En la Universidad Central del Ecuador, por ejemplo, el 60% de estudiantes son mujeres. Sin embargo, no se ha oído hasta el momento a nadie que señale que esta diferencia es producto de la discriminación a los varones.

Lo dicho revela que las apreciaciones y juicios sobre ciertas cuestiones sociales están fuertemente sesgados por la ideología y la posición política de los intelectuales y activistas que se ocupan de estos temas. Quienes ignoran, además, que la equivalencia exacta en algunas áreas del quehacer humano no es posible, necesaria o deseable. Y que las diferencias existentes no siempre obedecen a decisiones discriminatorias de funcionarios o agentes privados, sino a las decisiones y preferencias individuales. También a las costumbres.

El acceso a la educación, que ha propiciado una reducción progresiva del analfabetismo en la población indígena, es cada vez mayor. Entre los años 2006 y 2017, el aumento de la tasa bruta de matrícula de este grupo, del 74,6%, fue mayor que la de todos los grupos étnicos; cuyas tasas de matrícula también se incrementaron, excepto en el grupo de las personas autoidentificadas como blancos, cuya tasa decreció. El incremento de la tasa neta de matrícula del sector indígena en relación con el año 2006, 24,3%, fue, también, el mayor entre todas las etnias del país (Instituto Nacional de Evaluación Educativa, 2018).

La tendencia positiva en el acceso a la educación, como puede apreciarse, desmiente la idea de que los distintos gobiernos que se han sucedido en el país, por lo menos desde el retorno a la democracia, en los años 80 del siglo pasado, han fomentado la exclusión social de los indígenas. Los datos, al contrario, muestran que la política pública en el área educativa ha propiciado de manera constante la inclusión de esta población. Hasta el punto de que se podría hablar, en el campo educativo, de una política de Estado –no solo de gobierno- favorable a la inclusión educativa de los indígenas.

El acceso a la educación ha tenido un efecto muy grande en la conformación de sus elites políticas. Varios de los líderes y cuadros políticos importantes de las últimas décadas tienen niveles de formación académica –de cuarto nivel, inclusive-  que hubieran sido imposibles de alcanzar para un indígena de hace cincuenta años. La formación occidental que han recibido, y contra la que hoy se revuelven, ha sido la base para la crítica del statu quo y la formulación de las propuestas políticas del movimiento indígena. Sus elites, y esto es lo paradójico, se han valido de la razón occidental para atacar la razón y defender el pensamiento mágico, premoderno.

No han perdido, de todas maneras, su aprecio por ciertas instituciones occidentales, aunque ahora quieran ponerlas al servicio de principios contrarios a su naturaleza. Así ha ocurrido con la universidad. Contrariando el principio de universalidad que define a esta institución, las elites indígenas han propuesto, sustituyendo dicho principio por el de particularidad, crear una universidad indígena; en la que los saberes y las creencias ocupen el lugar de la ciencia.

Si ellos proponen una universidad indígena, los negros podrían proponer una universidad negra; los mestizos, una mestiza; y los blancos, una blanca. Solo que, si los dos últimos lo hicieran, serían, inmediatamente, acusados de racismo. Las instituciones étnicas, efectivamente, son propias de los regímenes de apartheid. Instituciones de este tipo existieron en Sudáfrica y, hasta los años 60 del siglo pasado, en los Estados Unidos. En estos países, había, respaldadas por la ley, escuelas separadas para blancos y negros. Y servicios públicos, separados también, de acuerdo con un criterio racial.

En el “Debate por la paz”, realizado el 13 de octubre de 2019, el presidente Lenín Moreno dijo, a los dirigentes de la CONAIE, que su interés por los indígenas era tan grande que, cuando quedó libre el edificio de UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas)[3], su primera idea fue destinarlo para que ahí funcionara la Universidad Indígena.

El ofrecimiento de Moreno no generó ningún comentario. Es más, pasó por la mente de los ecuatorianos como si se tratara de la cosa más natural del mundo. No habría ocurrido lo mismo, seguramente, si el Presidente hubiera dicho que en el edificio que perteneció a la UNASUR iba a funcionar la “Universidad Blanco-mestiza”, denominación que los políticos indígenas suelen utilizar públicamente para referirse al resto de la población ecuatoriana, y para afirmar su diferencia. En el ámbito de la vida cotidiana se refieren a ellos como mishus. Un término despectivo, derivado del español “mestizo”, que se empezó a usar en el siglo XVII. El mishu se opone al natural, al propio de la tierra[4]. El mishu es el advenedizo, el hijo del viento. Al extranjero, que también se opone al natural, se le denomina “rancio”. Mientras los intelectuales mestizos han revalorizado hasta la idealización lo indígena, los indígenas, desde el lejano siglo XVII, han rechazado y minusvalorado lo mestizo.

¿En qué consiste, a qué se refiere la “universidad indígena”? Puede ser que se refiera a una universidad a la que solo pueden acudir indígenas, o a una institución especializada en estudios indígenas, al estilo de los programas de ciertas universidades extranjeras dedicados, por ejemplo, a los estudios latinoamericanos u orientales. Programas que, valga la aclaración, son unidades académicas, y no universidades constituidas en torno a un principio étnico.

Universidad indígena, justicia indígena, ejército indígena y hasta política económica interior y exterior indígena. La CONAIE no solo elaboró, después del diálogo con el Gobierno para terminar el paro de octubre, un programa económico que pretendía que fuera adoptado por este, sino que envió su propia “carta de intención” al Fondo Monetario Internacional, sabiendo que este organismo se relaciona con estados y no con organizaciones civiles.

Su presidente, Jaime Vargas, se pronunció, también, sobre la necesidad de que el poder político sea manejado por los indígenas. En su opinión, el territorio en el que se asienta actualmente la república del Ecuador les pertenece, pues sus ancestros vivieron aquí antes de la colonización española. Los “recién llegados”, entonces, los no indígenas, carecen de ese derecho. Y, claro está, los migrantes, aunque se hayan nacionalizado y lleven viviendo en el país, diez, veinte, treinta años: nada, en relación con los cientos o miles de años que ciertos “pueblos” han habitado en el territorio que hoy se llama Ecuador. No sorprende, por eso, la fuerte reacción que produjo, en octubre, la falsa noticia de que el gobierno había entregado bonos de ayuda a los migrantes venezolanos, a costa del dinero que el Gobierno podía haber destinado a los indígenas.

La identidad se ha convertido en el argumento central de una serie de discursos políticos que reniegan del universalismo de la Ilustración: fundamento de los actuales sistemas republicanos y de las ideas vigentes sobre los derechos humanos. El discurso identitario se pretende inclusivo, pero, en la práctica, promueve la exclusión.

La idea de identidad está intrínsecamente unida a la idea de diferencia. Y de esta unión surgen los argumentos de especialidad y excepcionalidad, que, a su vez, posibilitan un tratamiento diferente a los ciudadanos, que puede llegar a convertirse en ley.

Una justicia especial para los indígenas. Un derecho especial. Y una política propia, que implica, necesariamente, la creación de una fuerza pública, según lo ha manifestado el mismo presidente de la CONAIE. Para David Runciman (Política, 2010), “El control de la violencia constituye el núcleo de la política” y es el que define a una sociedad política. Cuando Jaime Vargas reclama la constitución de un ejército propio para los indígenas, por tanto, está planteando la constitución de una sociedad política distinta del Ecuador.

Señalar las implicaciones de las declaraciones separatistas y excluyentes de los dirigentes indígenas ha sido visto como una muestra de racismo. Pero el verdadero racismo es excluir de la crítica a ciertos sectores de la población, en virtud de su condición étnica. Es decir, quitarles el derecho al error. “Todo juguete tiene el derecho de romperse”, decía Antonio Porchia. “Toda persona tiene el derecho a equivocarse”, diríamos, parafraseando al poeta argentino, porque no hay nadie en el mundo, si es un ser humano, que no esté en la capacidad de incurrir en un error y que no haya errado infinidad de veces en su vida.

Los ángeles no son humanos, por tanto, no yerran. Tampoco yerran aquellos a los que consideramos incapaces e irresponsables.

Los que se niegan a reconocer los desmanes y delitos cometidos por miembros del movimiento indígena en las protestas de octubre de 2019, actúan así porque no han logrado abandonar el paternalismo que guía sus relaciones con ellos. Para el derecho, los niños que han cometido un acto que la ley tipifica como delito son irresponsables y, en consecuencia, penalmente inimputables. También lo son aquellas personas que padecen una severa disfunción mental, que les impide distinguir el bien del mal y evaluar el alcance real de sus acciones.

Tratar a los indígenas como irresponsables es negarles su calidad de personas conscientes de sí mismas y de los resultados de sus actos. En el paternalismo, pues, no en la crítica, es donde se esconde el racismo; en la visión minorista o devaluatoria del otro, tan minorista y devaluatoria que llega a considerarlo irresponsable de sus actos y decisiones. El extremo de esta actitud es la falsificación de la realidad: ver, en el secuestro de periodistas y policías, una “retención voluntaria” y en la recitación, por parte de los líderes indígenas, del guion económico escrito por el intelectual mestizo Pablo Dávalos, una clase magistral de economía.

Una muestra de que una sociedad está realmente avanzando en la eliminación del racismo y la discriminación es su capacidad para reconocer que todos los seres humanos, de distintas “razas”, credos, sexo y sectores sociales, son responsables de sus actos y de las consecuencias que de ellos derivan. Esta es una condición fundamental para el ejercicio de la justicia. Sin el reconocimiento de la igualdad esencial de los seres humanos, la justicia se convierte en su contrario.

¿Por qué los “buenos racistas” actúan como topos paternalistas? Por sentimiento de culpa, reiteramos. Puro sentimiento de culpa por crímenes históricos que, precisamente por haber ocurrido hace cientos de años, ninguno de ellos ha cometido. Sin embargo, todavía se flagelan y piden perdón por el genocidio perpetrado por los españoles en la conquista y colonización de América.

Su problema, como ya se ha dicho, es psicológico. Y bajo el velo de su culposa psicología intentan ver la realidad y los problemas del país. La imagen que logran discernir, obviamente, es opaca y distorsionada. A la culpa que sienten se suma otro elemento: la conciencia no confesada de su fracaso para definir objetivos propios y actuar para conseguirlos. Los “buenos racistas” actúan a través de otros, y si estos fallan o delinquen o cometen actos injustos, ellos los niegan o relativizan, pues, en el fondo, están protegiéndose a sí mismos.

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En lo que respecta al ejercicio de los derechos políticos, debe señalarse que Pachakutik, el brazo político de la CONAIE, ha participado, desde 1996, en cinco procesos para la elección de presidente de la república y en nueve para la elección de legisladores (diputados y asambleístas). En dos de los procesos para la elección de presidente de la república, participó solo y en los restantes, como parte de frentes políticos conformados expresamente para la competencia electoral.

Pachakutik formó parte del gobierno de Lucio Gutiérrez, del Partido Sociedad Patriótica, a quien apoyó en las elecciones de 2002. Pero en las ocasiones en que participó como parte de frentes políticos de izquierda, sus resultados fueron bastante magros. Los candidatos de la Unión Popular, coalición de izquierda, obtuvieron, en las elecciones de 2013, apenas el 3,26% del total de votos. Y los candidatos de Acción Nacional por el Cambio, que aglutinaba a organizaciones de izquierda y centro-izquierda, consiguieron, en las elecciones presidenciales de 2017, solo el 6,71% de todos los votos depositados.

Pachakutik tampoco ha sido una fuerza importante en las distintas legislaturas. Aunque, en ocasiones, ha actuado como “partido bisagra”[5]. Sus mayores éxitos están en las elecciones seccionales. Así, mientras en 1996 obtuvo solamente dos alcaldías, en el año 2009 consiguió veintiséis. Después de estas elecciones, sin embargo, se observa una tendencia a la baja, pues obtuvo solo 23 alcaldías en 2014, y veinte en 2019.

Deben destacarse, también, sus logros en las elecciones de prefectos provinciales. En las elecciones del año 2000 obtuvo cuatro prefecturas, en las de 2004, tres; cinco en las de 2009; tres en las de 2014; y cinco en las de 2019. Cinco prefecturas, cabe destacarlo, equivalen al 20% de todas las prefecturas del país.

De acuerdo con estos datos, queda claro que Pachakutik no es, en términos electorales, un actor de alcance nacional. Su mayor fuerza está en los ámbitos cantonal y provincial. Y, especialmente, en aquellas provincias que concentran a la mayor cantidad de población indígena del país: Chimborazo, Cotopaxi, Imbabura. Sus alianzas con organizaciones de izquierda y centroizquierda le han permitido contar con los votos de sectores urbanos de estas tendencias políticas. Sin embargo, no deja de ser un partido fundamentalmente étnico: indigenista; con una propuesta política antiliberal, enfocada en la reivindicación identitaria.

Su modelo de acción política es la resistencia al neoliberalismo. Y, frente a él, plantea la necesidad de adoptar “una nueva forma de desarrollo económico, político, social y cultural, forjada desde el pueblo, centrando su objetivo en el ser humano y en la defensa de la vida” (http://www.llacta.org/organiz/pachakutik/).

El régimen político que defiende es una negación de las instituciones de la democracia representativa, a las que considera, ahistóricamente, soportes del neoliberalismo. La inspiración marxista de este planteamiento es clara: el régimen político es un trasunto fiel de la economía. Y, más aún, el Estado es un mecanismo de dominación de una clase sobre otras. Pachakuitk surge, pues, en “Oposición al modelo neoliberal y a quienes lo sostienen: Congreso, Ejecutivo, partidos políticos, otras instancias del Estado, sectores privados, organismos internacionales, etc.” (http://www.llacta.org/organiz/pachakutik/).

La alternativa a la democracia representativa que proponen es la democracia participativa, cuyas formas de organización del poder político tienen mucha similitud con las formas de organización de la desaparecida Unión Soviética. En este modelo de democracia, el poder comunitario se impone al poder nacional. Y el principio de lo popular, al principio de ciudadanía. Pero no solo eso, sino que el control comunitario sobre las personas es siempre más estrecho y opresivo que el control de entidades basadas en la noción de universalidad. Para Pachakutik, frente a la representación y al poder nacional, se deben “Construir y consolidar los poderes locales y desarrollar espacios de democracia comunitaria y popular, apoyados en la construcción de Parlamentos locales y otras formas de poder democrático” (http://www.llacta.org/organiz/pachakutik/).

El cambio social y político que el movimiento Pachakutik defiende no tiene como marco la democracia al uso. No busca mejorar la democracia sin salir de sus límites, sino “sustituir el actual orden de inequidad social, económica y cultural” (http://www.llacta.org/organiz/pachakutik/), es decir, pasar de la resistencia a la revolución.

El agente del cambio es el pueblo “indio-mestizo” (http://www.llacta.org/organiz/pachakutik/). No el pueblo ecuatoriano en general, sino las dos grandes categorías étnicas que los indígenas han definido. Y que nunca van a fundirse, aunque la realidad nos diga lo contrario, aunque sus dirigentes se apelliden Vargas, Iza, Pérez, Cisneros. La clasificación indio-mestizo significa dos cosas a la vez. La supremacía de lo indio sobre lo mestizo y la diferencia insuperable de los unos y los otros.

Mientras la afirmación de la indianidad se convierte en el núcleo de la propuesta política de Pachakutik, uno de sus elementos definitorios, la lengua, o, más bien, su uso ha ido disminuyendo entre la población indígena. En el censo de 1950, el 10,9% del total de la población ecuatoriana fue definido como tal por hablar una lengua indígena. En el censo de 2001, el total de personas que hablaba una de estas lenguas fue, apenas, del 4,3%. En el año 2001, once años después del primer gran levantamiento que se da en el siglo XX, el 63% de quienes se identificaron como indígenas hablaba una lengua indígena (INEC, 2006). El fortalecimiento de la propuesta étnico-política del movimiento indígena, entonces, se ha dado en circunstancias de debilitamiento de uno los principales elementos que conforman la identidad étnica: la lengua. Hecho que, ciertamente, no deja de ser paradójico.

Coherente con su antiliberalismo y sus raíces marxistas y comunitaristas, Pachakutik centra su discurso político en la defensa exclusiva de la equidad. La noción de libertad, cuando aparece, se plantea como autodeterminación de los pueblos y nunca como libertad de los individuos. La equidad, así mismo, es un asunto de categorías sociales. La “base política (de Pachakutik) se sustenta en la equidad en su sentido más amplio: equidad social, económica y política, equidad de género, equidad generacional, etc.”  (http://www.llacta.org/organiz/pachakutik/).

Como lo que les importa es exclusivamente la equidad, no les interesa si la “democracia comunitaria” que proponen permite una penetración de la autoridad pública en el ámbito privado -el espacio de la libertad de los individuos- mucho mayor que el que se ejerce en la democracia representativa o “burguesa”.

Pese a que, en su ideario político, Pachakutik defiende que “La militancia se funda en la voluntad personal de vinculación al Movimiento”, en la práctica esto no ocurre. En las acciones políticas del movimiento indígena la voluntad personal no cuenta. Su modelo no es, como pretende el discurso oficial del Movimiento, un modelo de democracia interna, sino de coacción.

La participación política tiene como base la libertad. “Todo acto participativo es el resultado del ejercicio libre de la voluntad individual” (Participación ciudadana y políticas educativas, López, 2013). No se puede hablar de verdadera participación cuando las personas son coaccionadas para hacerlo. Las acciones de protesta y movilización masiva impulsadas por el movimiento indígena no pueden calificarse, por tanto, de participativas. El corte de la provisión de agua de riego o la imposición de multas son mecanismos que las organizaciones indígenas utilizan de modo frecuente para forzar la participación de sus integrantes. En esto se asemejan a gobiernos de tinte autoritario que, como el del expresidente Rafael Correa, movilizaban de manera forzosa a los empleados públicos para que manifestaran públicamente su apoyo al Gobierno.

Las acciones aparentemente participativas del movimiento indígena van, así, a contrapelo del proceso de fortalecimiento democrático que, con tantas dificultades, se ha venido desarrollando en el país. Ahí no hay democracia, sino imposición. Actuar en contra de esta acarrea un castigo. En una reunión para evaluar los resultados del paro de octubre de 2019, la dirigencia de la CONAIE resolvió “aplicar sanciones a través de la justicia indígena a aquellos miembros de Pachakutik (su brazo político) que no participaron en las protestas” (Diario La Nación, 9 de noviembre de 2019). ¿Es este el modelo de organización del que ciertos intelectuales y ciudadanos despistados dicen que los mestizos deben aprender?

La imposición de la comunidad y, más que de la comunidad, de la dirigencia: de una elite sobre los individuos y sus derechos, es el modelo político del movimiento indígena. En él, la restricción interna de derechos y libertades de los individuos, si contribuye a la consecución de un fin colectivo, que puede contrariar, incluso, el interés personal, se considera legítima.

Los que rechazan la modernidad rechazan su principal logro: la constitución de las personas como individuos y promueven el imperio de las masas. A inicios de 2019, turbas de habitantes de la ciudad de Ibarra persiguieron, maltrataron, expulsaron de sus albergues a migrantes venezolanos como castigo porque uno de ellos había asesinado a una mujer ecuatoriana. Por las mismas fechas, los habitantes del barrio Mirador, de la parroquia rural Augusto Martínez, de Tungurahua, quemaron vivo a un adolescente de 16 años, por intentar robar una camioneta, el “crimen” que le costó la vida no fue sino la rotura del vidrio de un auto. En noviembre del mismo 2019, una chica de veintiún años, que pretendía entrar a una fiesta que se celebraba en la Universidad Central de Quito, fue muerta a pisotones por una turba que decidió practicar el “puertazo”: ingresar violentamente y sin pagar a un evento público. Aparte de la chica fallecida, hubo veinte heridos.

El comunitarismo que defienden el movimiento indígena y sus intelectuales orgánicos no puede entenderse fuera de la tendencia a la masificación de la vida que va imponiéndose en el mundo. Los comunitaristas buscan el predominio del grupo sobre el individuo y la conversión de la masa -cuyo principal argumento es la violencia- en el actor decisivo de la política. Hay que precaverse de esto.


[1] Pedazo de tierra dentro de la hacienda, que el terrateniente de la Sierra ecuatoriana cedía al peón indígena, para que, a cambio de su usufructo, trabaje sin recibir ningún pago para él.

[2] “Personas con empleo que, durante la semana de referencia, perciben ingresos laborales iguales o superiores al salario mínimo, trabajan igual o más de 40 horas a la semana, independientemente del deseo y disponibilidad de trabajar horas adicionales. También forman parte de esta categoría, las personas con empleo que, durante la semana de referencia, perciben ingresos laborales iguales o superiores al salario mínimo, trabajan menos de 40 horas, pero no desean trabajar horas adicionales” (INEC, 2019).

[3] Se trata del Edificio Néstos Kirchner, sede de la UNASUR en Ecuador, ubicado a catorce kilómetros de la ciudad de Quito. La construcción del edificio se dio durante la administración de Rafael Correa. Y su costo, asumido en su totalidad por el gobierno ecuatoriano, ascendió a los 38 millones de dólares.

[4] Desde este punto de vista, la población negra o afro, puesto que no es originaria, natural del territorio, tampoco tendría los derechos que les asisten a los indígenas.

[5]  Partido bisagra es un partido minoritario, que tiene la posibilidad de incidir en las decisiones de los parlamentos, aliándose con otros grupos para la conformación de mayorías.

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