Muerte en la Quinta Avenida

Hernán Pérez Loose

Guayaquil, Ecuador

“Yo podría pararme en medio de la Quinta Avenida y dispararle a alguien y no perdería ni un voto”. Esto lo dijo Donald Trump en junio de 2016 durante las primarias republicanas.

Aunque no llegó a dispararle a alguien, lo que sí hizo Trump fue dispararle por cuatro años a la institucionalidad democrática, a los valores de la constitución de su país, al orden internacional, a las reglas del capitalismo liberal, a la libertad de expresión, a las minorías, pero sobre todo se dedicó a dispararle a la decencia, al decoro y a la ética, especialmente a la ética de la cosa pública; y hasta llegó a arremeter contra los postulados de la ciencia moderna. Y allí están los resultados y las consecuencias.

Trump pasará a la historia no solo por ser el tercer presidente que pierde una reelección desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, sino por ser el peor presidente en la historia de los Estados Unidos, tanto por su inmoralidad como por su incompetencia, tanto por su narcisismo como por su arrogancia.

Una vez más se confirma el error en que algunos incurren al creer que lo único que le importa al electorado en una democracia es su situación económica personal. Tanto el liberalismo ortodoxo como el marxismo privilegian la economía por sobre otros elementos de las sociedades y de los individuos como son factores culturales, políticos y sociales. Y no es así. ¿Era necesario para Trump desconocer a la ética, atropellar a la dignidad de los inmigrantes, despreciar sus opositores y atentar contra los valores de la democracia, para asegurar la expansión económica de los Estados Unidos?

La reciente historia de esa nación lo desmiente. Durante las administraciones de Ronald Reagan, Bill Clinton y Obama, solo para poner tres ejemplos, la economía estadounidense mantuvo un ritmo de crecimiento vigoroso, sin que haya sido necesario para dichos presidentes abusar del poder, dividir a su país, atacar a la prensa, alentar el neofascismo y sembrar tanto odio racial y de clase. Los tres expresidentes mencionados enfrentaron graves crisis internacionales. Todos ellos supieron manejarlas con destreza preservando –no destruyendo– el orden internacional político, comercial y financiero que los Estados Unidos implementó luego de la Segunda Guerra Mundial, así como la formidable alianza del Atlántico que mantuvo en jaque al Imperio soviético y evitó otra guerra en Europa.

La democracia puede no ser la mejor forma de gobierno, pero sí es la mejor forma de cambiar a los gobiernos. La ciudadanía estadounidense reaccionó a tiempo. Es lo que no hicieron Alemania e Italia en los años 30 del pasado siglo. No vieron el abismo al que estaban siendo empujadas por un populismo envenenado de resentimientos, quedaron como hipnotizadas por las figuras de unos mesías carismáticos, mientras las élites políticas que pudieron prevenir semejante amenaza totalitaria fracasaron en su misión de vigilar la puerta de ingreso.

Trump –que jamás entendió ni entenderá los profundos cambios que están ocurriendo en la sociedad estadounidense– regresará en unas semanas a su residencia de la Quinta Avenida, luego de que las balas con las que disparó desaforadamente por cuatro años terminaron rebotándole. (O)

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