Frío

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

1.

Igual que quienes tratan de pasar el tiempo jugando un solitario o viendo en la computadora una película que no ven, yo intento pasar el frío.

Como todavía no es hora de dormir, me acuesto sobre las cobijas y me cubro hasta la cabeza con un poncho. Después de unos pocos minutos, mi cara y mis orejas empiezan a calentarse, pero no las manos ni los pies, especialmente el pie izquierdo, ese trozo de hielo.

El tiempo vacío provoca ansiedad; el frío, dolor. Percibimos el tiempo como si estuviera fuera de nosotros, y el frío, dentro: en la médula misma de los huesos.

La ansiedad trata de sacarnos de nosotros a través de la acción: no importa mucho de qué acción se trate. El frío nos encierra en nuestro cuerpo, y ahí donde se mete duele.

A medida que la edad avanza es como si nuestra piel se volviera más delgada: una transparente cáscara de cebolla. Una porosa cáscara de cebolla, por donde entran todos los fríos y los vientos.

El frío está en la piel, en los músculos, en las articulaciones. La piel se eriza, los músculos se encogen, las articulaciones rechinan, la cabeza duele.

El frío reduce. Nos obliga a abrazarnos a nosotros mismos. Nos quita las ganas de movernos, pero, al mismo tiempo, nos exige hacerlo. Pese a que limita nuestros movimientos, el frío cansa, agota por la excesiva fuerza del abrazo ensimismado.

El frío embota y adormece. Y en los casos extremos, mata adormeciendo; con suavidad, pausado. Así ha ocurrido con unas cuantas “personas en situación de calle”: la fórmula técnica para referirse a los que, carentes de techo, deben dormir en las aceras. Para dormir a la intemperie es mejor la Costa que la Sierra. Y algunos habitantes de la calle suelen migrar de la Sierra a la Costa no en busca de casa ni trabajo, sino de un poco de calor.

Aunque los rigores del frío los obligan, a veces, a abandonar su tierra, los expertos dicen que la gente que ha pasado muchos años en la calle no se acostumbra a vivir encerrada en un cuarto. La calle le ofrece algo que hace que su vida ahí sea más soportable que la vida a cubierto del frío y el viento.

Frente a la Basílica del Voto Nacional, en las gradas de un pequeño centro comercial de unas siete tiendas, algunas personas se alistan a dormir. Duermen temprano, máximo a las ocho de la noche. Sacan, no sé de dónde, sus cartones y mantas, los tienden en la grada, y se acuestan los unos junto a los otros. Unos plásticos negros, pegados a la pared delantera del Centro, cumplen la función de techos. Más allá, frente a la entrada del cementerio de la Basílica, otros durmientes han adoptado una solución más radical: los plásticos negros, cuyos bordes superior e inferior han pegado a la puerta del cementerio, los cubren por completo. Los plásticos, hinchados en el centro, parecen vientres: vientres grávidos.

2.

No sé tu nombre, pero te llamo Luis.

No sé tu nombre, pero te llamo Juan.

No sé tu nombre, pero te llamo Gabriel

Buenas noches, Juan.

Buenas noches, Luis.

Buenas noches, Gabriel.

Que descansen bien, muchachos, que Dios los cuide y los proteja, y que cuando estén durmiendo su pesado sueño de cemento de contacto, nadie intente propasarse con ustedes. Yo me dormiré abrazado de mi mujer, que, pese al diario trajín, en la noche siempre huele bien.

Duerman bien, chicos, que las gárgolas de la Basílica y otras criaturas de la noche velan su sueño. Su sueño, aún posible, en esa larga, en esa dura cama de cemento.

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