Interconexión: redes sociales y el falso debate sobre censura

Juan Diego Borbor

Guayaquil, Ecuador

Ha vuelto a sonar la alarma entre ciertos grupos, usualmente republicanos/conservadores, sobre atropellos a la libertad de discurso. El catalizador: la censura al presidente de Estados Unidos y a otros actores por parte de muchas instituciones, aunque se suelen centrar sólo en las redes sociales. Vale tener en cuenta que hemos estado ya en esta situación. Durante las elecciones presidenciales, más que bloquear usuarios, Twitter marcaba mensajes desinformativos como engañosos, adjuntando enlaces a fuentes fidedignas sobre procesos electorales. En ese entonces, como ahora, eran las cuentas conservadoras las más afectadas y especialmente la de su líder. Sin embargo, esta ocasión es más saliente por su tremendo peso histórico. El 6 de enero, mientras el Congreso estadounidense se reunía para declarar oficialmente a Joe Biden como próximo mandatario, una turba de seguidores de Donald Trump irrumpió violentamente en el Capitolio, causando parálisis en el proceso de transición de poder bajo una creencia infundada de fraude electoral perpetuada por el mismo presidente por meses, particularmente por Twitter. Con todo, la acusación lanzada contra las redes de ser censores de libertad de expresión es una inmensa cortina de humo escondiendo una vasta complejidad.

La inauguración de la presidencia de Biden está fijada para el 20 de enero y parece un campo minado. Facebook ha declarado que está identificando más llamados a violencia, tanto en su propia plataforma como en otras, y está trabajando en sobremarcha para mitigar sus impactos. Google está bloqueando cualquier publicidad política relacionada al asalto al Capitolio, en un esfuerzo de aminorar la desinformación sobre el ataque, así como bloqueos específicos en su plataforma de YouTube. Airbnb ha cancelado todas las reservas de hospedaje en la capital estadounidense para la semana de la inauguración. Twitter ha suspendido hasta ahora a más de 70,000 cuentas que comparten contenido conspirativo, particularmente del grupo ultra-derechista QAnon.

Al mismo tiempo, el mismo gobierno americano está moviendo todos sus recursos, entre los que se encuentran 25,000 tropas, para asegurar Washington, D.C., bloqueando accesos, haciendo chequeos vehiculares, cerrando puntos de encuentro masivo, mientras el FBI alerta a los gobiernos estatales que está siguiendo el rastro a planes de protestas armadas en cada uno de los 50 estados. Acusar a las empresas de censura en este contexto es un sinsentido nacido del partidismo y otras clases de fanatismo, tanto al líder como a ideologías.

La primera pista de la cortina de humo es conceptual. Propiamente hablando, el término censura no es aplicable a personas o asociaciones privadas, sean grupos civiles o empresariales. Políticamente, la censura es el ejercicio contrario a la libertad de discurso, derecho protegido por la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos. Como toda Constitución política debe apuntar, la americana no es un listado de privilegios dados a los ciudadanos, sino artículos delimitando la acción estatal. Es decir, la Primera Enmienda es una protección dada a la ciudadanía contra el gobierno.

Véase el siguiente caso. En 2018, Donald Trump bloqueó a una serie de ciudadanos americanos por medio de su cuenta de Twitter. Un instituto que estudia la Primera Enmienda de la Universidad de Columbia realizó una demanda judicial contra el presidente, argumentando que el bloqueo en Twitter constituye una violación a la libertad de discurso. La Jueza Naomi Reice Buchwald falló en contra de Trump, razonando que, si bien Twitter es una compañía privada, el presidente, en calidad servidor público, no puede bloquear a usuarios sin violar la Primera Enmienda. En otras palabras, normalmente bloquear a alguien en redes no es violar ningún derecho y, es más, es un ejercicio del derecho a privacidad. Por otro lado, si una figura pública realiza ese mismo acto, entonces eso sí es un problema de derechos. En efecto, como resultado del proceso judicial, la administración de Trump se vio obligada por la ley a desbloquear a los usuarios afectados. Como dijo alguna vez Thomas Paine en su crítica a los Estados monárquicos clásicos en donde el rey es la ley, “en América la ley es rey.”

Al contrario, los actores privados, incluyendo en este caso a Twitter y otras redes sociales, no pueden recaer en censura porque no pueden bloquear acciones o formas de expresarse, sino tan solo dejar de ofrecer un servicio dado bajo términos y condiciones de uso establecidos por la plataforma. Así como un restaurante se reserva el derecho de admisión con respecto a cualquier individuo que incumpla sus normas (como entrar sin mascarilla, entrar descalzo o mostrarse indebidamente grosero, etc.), una red social puede expulsar a quienes infringen sus normas y esto es un hecho contractual.

La libertad de discurso, como todo derecho, sólo puede ser violentado por medio de la fuerza, sea directa (como el asalto al Capitolio) o indirecta (como cometer estafa). Es más, quien rompe con las normas de la red social es quien ejerce violencia indirecta y es tan sólo de esperar que la compañía tome medidas. Efectivamente, la censura sólo la puede cometer el Estado porque es la única institución que puede dictaminar la supresión de cualquier acción en todos los foros del territorio y amenazar con violencia todo incumplimiento. En China, por ejemplo, nadie puede contratar o publicar algo perteneciente a Zhang Zhan, cuyo único “crimen” fue reportar sobre el brote inicial de COVID-19 en Wuhan–lo mismo aplica para otros 273 periodistas que también están tras las rejas. Eso es censura.

Un segundo punto focal del problema surge de sacar a la libertad de discurso de contexto y convertirla en un absoluto. El ejemplo clásico es gritar FUEGO dentro de un teatro cerrado y a capacidad. Esta analogía, derivada de una opinión dada en 1919 por Oliver Wendell Holmes, Juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, se suele invocar para comunicar un punto crucial: aquello que pone en inmediato peligro a los demás no es un discurso protegido por la Primera Enmienda. Ciertamente, no toda expresión es legítima y el límite de nuestros derechos son los derechos de los demás; los derechos son el resultado de un contrato social en donde todos somos libres a menos que violentemos la dignidad de los demás. Es decir, así como en un contexto privado hay normas que debemos respetar para poder exigir respeto, a nivel de sociedad hay una normativa que determina si podemos ejercer nuestras libertades o si somos una amenaza para los demás.

No es difícil encontrar la evidencia de cómo el presidente Trump lleva años promoviendo desconfianza en las instituciones democráticas de su país, sembrando teorías de conspiración y promoviendo pseudo-medicinas ‘milagrosas’ para tratar el COVID-19. El mismo presidente es la razón por la que el asiento del Congreso americano fue asaltado por una turba de fanáticos que mataron a un oficial del Capitolio a golpes. El 6 de enero, justo antes del ataque, Trump dio su discurso Salven a América en el parque The Ellipse (a media hora caminando del Congreso), en donde utilizó la palabra luchar 20 veces. “Nunca recuperarán nuestro país siendo débiles. Deben demostrar fortaleza,” dijo el presidente en ese entonces. Desde su elección a presidente en 2016, él ha cuestionado la validez de los votos por correo y hasta bloqueó fondos de emergencia para el Servicio Postal en agosto, esencial durante las elecciones en pandemia. Todo esto se manifestó en redes, comunicando durante su campaña que había razón para dudar de los resultados, inculcando que se les estaba robando un país a sus seguidores. La inmensa velocidad e impacto desproporcionado del internet ha sido crucial en cimentar su estatus populista así como sentar el histórico precedente de un ataque civil al Congreso.

Las implicaciones de todo esto son mucho más grandes de lo que quizás quisiéramos reconocer. Los gobiernos autoritarios del mundo, principalmente Rusia, China e Irán, llevan años causando estragos por medio en las redes, tanto sociales como no, de EEUU y Europa con la intención de encauzar la regulación del internet en las democracias liberales. Peor aún, es posible que sea muy tarde para prevenir este jaque. El mismo Trump ha sido explícito en su intención de regular el internet y su salida del poder no da mucho respiro, ya que Joe Biden pretende lo mismo.

Cuando el gobierno americano comience a dictaminar qué se puede decir o no en internet, ahí sí que habrá un problema de libertad de expresión. Cuando los americanos proponen una nueva forma de hacer política, en general, el mundo le sigue tarde o temprano. Una vez que las protecciones a la libertad de expresión en América del Norte se deterioren, es de esperar un deterioro global. Más aún, vale recordar, hoy en día países como Rusia y China están promoviendo una nueva normativa global basada en “soberanía de internet,” que sin el contrapeso estadounidense, resultaría seguramente en una división por fronteras nacionales de qué se puede decir o hacer en la red basándose en diferencias socio-políticas.

Las gigantes empresas tecnológicas están al tanto de este ajedrez internacional no sólo porque están en medio del tablero, sino porque el gobierno de la Unión Europea y el Congreso americano llevan casi una década presionándolas para curvar más proactivamente la desinformación. Que en el caso de Trump la desinformación haya coagulado en violencia es tan sólo una consecuencia que no se mitiga con el sistema judicial o con la pronta regulación del internet, sino con toda una gama de estándares empresariales basados en valores liberales, como ya sucede con los estándares socio-ambientales del Banco Mundial. Es por esto que la división partidista estadounidense, cuya última manifestación es el fútil debate sobre libertad y censura de redes, es una gran cortina de humo que favorece sólo a los enemigos del comercio y la libertad. Mientras tanto, los esfuerzos de las empresas por moderar las problemáticas en línea pasan desapercibidos sin que la población civil note que estas empresas son el vivo reflejo de la sociedad que no quiere ser dictaminada por el Estado.

En cambio, hay muchas cuestiones pormenorizadas que sí es necesario debatir y a profundidad. El cómo, cuándo, dónde y por qué de la moderación en línea, por ejemplo, requiere de alto estudio y práctica multidisciplinaria. Para lograrlo, se requerirá arduo diálogo pero no meramente descalificando el tema como una presunta censura corporativa que suena más a teoría conspirativa que a proposición lógica y veraz. Y, más que nada, debemos notar el peso histórico que recae sobre nosotros al ser las primeras generaciones humanas en vislumbrar el amanecer de la explosión de interconexión más asombrosa jamás vista. Como especie animal, es fundamental reconocer el impacto que tendrá el internet sobre nuestras vidas.

Hoy, cada persona puede potencialmente conocer cada detalle de cada disciplina con sólo mover sus dedos sobre una pantalla. Las distancias físicas se han cancelado, quedando sólo las sentimentales. Aún en una dura pandemia, los que tenemos conexión podemos, si es necesario, trabajar con nuestros colegas sin importar la ciudad, país o continente. En efecto, cuando le preguntaron a Antonio Escohotado, uno de los más ilustres pensadores de nuestros tiempos, qué piensa sobre el internet, este dijo sin cavilaciones que es la mayor revolución de la historia humana, “más que la conquista del fuego y más que el descubrimiento de la rueda.” En 1999, la BBC entrevista a David Bowie, un pionero de lo que hoy conocemos como streaming de música, quien propuso con asombrosa claridad mental, a pesar de la gran confusión de su interlocutor, lo que el internet podría significar para la humanidad: “No creo que siquiera hayamos visto la punta del iceberg. Pienso que el potencial de lo que el internet nos va a hacer como sociedad, tanto bueno como malo, es inimaginable. Pienso que, de hecho, estamos en la cúspide de algo jubiloso y terrorífico.” El entrevistador, con cara de estar casi enteramente perdido, le contesta: “Pero [el internet] es sólo un instrumento, ¿no?” “No, no lo es,” le responde Bowie, “es una forma de vida extraterrestre.”

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