Después del éxodo: opciones políticas frente a la huida masiva de Venezuela

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El goteo de venezolanos buscando escapar de la revolución bolivariana del presidente Hugo Chávez se ha convertido en los últimos años en un éxodo masivo. Se estima que más de un millón y medio de personas han emigrado de Venezuela desde 2015. Pero hay un cambio notorio en el carácter de esta huida: ahora son las capas más pobres de la sociedad venezolana, las mismas que el presidente difunto supuestamente defendía a capa y espada, las que cruzan la frontera con lo poco que tienen.

Cada día salen a la luz historias conmovedoras de emigrantes dispuestos a atravesar los países vecinos a pie, sin ropa adecuada y desprovistos de pasaportes, desde las sofocantes sabanas brasileñas hasta las inhóspitas montañas andinas. El «páramo de Berlín», en la ruta de 200 kilómetros que separa la frontera colombo-venezolana de la ciudad colombiana de Bucaramanga, ejemplifica el calvario de las alturas heladas. Según organizaciones humanitarias, 17 caminantes recientemente fallecieron en este paso por causa de hipotermia.

Mientras tanto, el diario argentino La Nación descubrió a un grupo de cinco jóvenes con un bebé preparándose a peregrinar los 8.000 kilómetros que los separan de Buenos Aires. El niño de un año, hijo de uno de ellos, es «el único que come cuando quiera», según su padre.

Lo peor es que no hay luz al final del túnel. Pese a los intentos del Gobierno venezolano de minimizar la envergadura del problema y sus esfuerzos propagandísticos de visibilizar a los emigrantes que han retornado al país, la situación no presenta indicios de mejora.

El paquete de medidas introducido por el Presidente Maduro en agosto para estabilizar la economía no solamente parece inadecuado, sino está acelerando el desplome financiero del país: la tasa de inflación se disparó en agosto a 223,1 %, llegando a un total de 34.680,7 % en lo que va del año. Por otro lado, la capacidad de absorción de los países que están acogiendo a los venezolanos no es ilimitada.

Episodios de xenofobia están en alza alrededor del continente, como muestran los brotes de odio en contra de los «venecos» en ciertos pueblos colombianos o la oleada de violencia en el estado brasileño de Roraima, los cuales han obligado a cientos de venezolanos a cruzar de vuelta la frontera.

Los venezolanos son a menudo percibidos como una amenaza y los primeros culpables de cada incremento de delitos a su alrededor. Por otro lado, el continente latinoamericano queda sumergido en un estancamiento económico, sobre todo en países tradicionalmente receptivos a migrantes como Brasil y Argentina. Los dos países suramericanos que se destacan por sus altas tasas de crecimiento, Paraguay y Bolivia, no tienen capacidad institucional ni experiencia para acomodar un gran flujo de extranjeros.

Colombia, por su parte, ha recibido alrededor de un millón de ciudadanos del país vecino en los últimos 19 meses, la mitad de los cuales se han concentrado en dos departamentos fronterizos -precisamente el segundo más pobre del país (Guajira) y el primero por tasa de desempleo (Norte de Santander).- Perú y Ecuador han acogido respectivamente a por lo menos 350.000 y 115.000 venezolanos durante los últimos meses, más o menos el uno por ciento de sus respectivas poblaciones totales.

La búsqueda de una respuesta regional integral y coordinada a este fenómeno representa un desafío inmenso. La prohibición de ingreso o la deportación pueden ser políticas tentadoras frente a los temores populares de una «inundación» migratoria, pero no constituyen alternativas viables, ni ética ni prácticamente, dada la topografía de los territorios y la cantidad de cruces no oficiales entre los países.

Medidas unilaterales como el requerimiento de pasaportes para ingresar a Perú y Ecuador, o cierres provisionales de las fronteras, solo han logrado desplazar los migrantes hacia los pasos informales y las actividades ilegales. Iniciativas de regularización temporal, como la que anunció el expresidente colombiano Juan Manuel Santos para más de 400.000 indocumentados, han sido incuestionablemente positivas aunque no resuelven el fondo del problema.

La solución ideal sería una iniciativa decidida, coordinada a nivel regional y apoyada con financiación internacional, para atender adecuadamente y brindar estatus legal a los migrantes venezolanos. La Declaración de Quito firmada por 11 países latinoamericanos el 4 de septiembre es un primer paso en este sentido, al asumirse el compromiso de reconocer como válidos los documentos de identidad de los migrantes, aunque estén vencidos, combatir la xenofobia y establecer un programa regional para la gestión del fenómeno en colaboración con entidades internacionales.

Sin embargo, el coro de preocupación regional por el éxodo venezolano no puede esconder un dilema profundo en cuanto a su política futura hacia la crisis interna venezolana. Hasta ahora, la solidaridad con los migrantes ha sido utilizada como medida de sensibilización para que el Gobierno venezolano reconozca la gravedad de la situación, y ha ido de la mano con la llamada a la restauración de la democracia y la promoción de una política económica responsable en el país bolivariano.

El ejemplo más emblemático ha sido la diplomacia del Grupo de Lima, compuesto por 14 países de América Latina y el Caribe. Pero a medida que la opinión pública adopte posiciones cada vez más duras hacia los migrantes mientras que el costo de la atención humanitaria recae en las arcas estatales, este afán puede diluirse.

Si no pueden cerrar las fronteras, los gobiernos podrían contemplar dos respuestas que proponen tratar de una vez las raíces del problema. La primera sería promover un cambio de régimen en Venezuela, sin excluir la opción militar. Si bien las acusaciones de Maduro hacia Colombia y Estados Unidos de planificar un atentado en su contra en agosto tienen escaso fundamento, las reuniones entre oficiales estadounidenses y venezolanos reveladas por The New York Times parecen confirmar que una operación bélica se ha discutido en altos círculos de poder.

La segunda posibilidad se trata de una respuesta más pragmática y seguramente más al gusto de gobiernos latinoamericanos: promover la recuperación económica de Venezuela sin seguir insistiendo en su transición democrática. Al fin y al cabo, un enfoque orientado hacia la estabilidad interna y fronteriza venezolana, con el objetivo prioritario de frenar el flujo migratorio, no sería tan distinto de lo que se ha planteado en Europa para controlar su propia vecindad inestable.

América Latina tiene la oportunidad de dar una lección de cooperación multilateral y gestión solidaria del fenómeno migratorio. A la vez, la dura realidad política no se resolverá fácilmente. Frente a un éxodo imparable, la región debería intensificar sus esfuerzos diplomáticos para lograr una vuelta pacífica y preferiblemente negociada a la democracia en Venezuela.

Pero en la medida que el hambre sigue empujando a los caminantes por páramos inhóspitos, aceptar el riesgo de un cambio forzado de régimen, o pactar con el poder de facto en Caracas, se presentarán como recetas altamente peligrosas para unas fronteras tranquilas. La República.

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