Huele a metal sobre metal, la vida tiene aroma de arrabio

Yoani Sánchez

La Habana, Cuba

Yo paraba el tren. No es una metáfora. Llegaba al andén junto a mi madre y mi hermana en mitad de la madrugada. Los empleados de la estación y el guardagujas nos decían que ya no había salidas programadas. Eso era válido para los demás, pero nosotras no éramos el común de los mortales: mi padre manejaba la locomotora, guiaba la serpiente de hierro que iba a terminar frenando servil ante nuestros pies.

Era la hija de un héroe. Él no llevaba una escopeta, sino que conducía el monstruo de metal que poblaba la fantasía de todos los niños. La diferencia es que yo lo tenía en el hogar, no necesitaba fabular. Ellos soñaban con un maquinista, yo lo vivía cada día: sus largas y agónicas jornadas sin llegar a casa, la fiesta del regreso y el temor de que un mal cruce en el camino terminara con su vida.

En un andén a las cuatro de la mañana no hay nadie. Solo tú y la creencia de que alguien va a recogerte. Pero nosotras no teníamos dudas. Pase lo que pase, digan lo que digan… en breve, un monstruo resoplante aparcará. ¿Quién nos hizo creer eso? Mi padre; él aseguró que estaría ahí, pese a los conatos de choque, los exabruptos y los descarrilamientos. Él nos dio la confianza.

Y ahí estuvimos sin dudarlo. Mi madre, mi hermana y yo, tomadas de la mano en esa mezcla de humedad y sonido de cigarras que son las estaciones de trenes en mitad de la «nada cubana». Sabedoras de que el destino nos había regalado nuestro propio titán de hierro, acero y silbato a la mano.

Primero era solo la creencia, después llegaba un ligero viento que hacía sacudir el pelo detrás de las orejas y nos inundaba el aroma. Olía a arrabio. Así se le dice al «perfume» que despide el roce de metal contra metal cuando frena un convoy lleno de vagones sobre la línea… huele a arrabio, una palabra ampliamente usada en el gremio de los raíles, aunque a la mayoría le suene rara y novedosa.

Mi abuela materna bien lo sabía porque tuvo que lavar incesantemente los uniformes de su esposo, también empleado ferroviario.

Ana conocía muy bien el «tufo» que deja cuando desde la cabina alguien le «echa el freno» a una locomotora que arrastra decenas de vagones que chirrían sobre los rieles. Crea además unas legañas muy peculiares, son negras y cuando te las quitas del rostro con los dedos se sienten durísimas. Son los residuos, sobre el cuerpo humano, del ferrocarril.

Era la época en que se almidonaba la ropa y Ana lo hacía tan bien. Era la mejor. Le planchaba los filos de las camisas a mi abuelo y a mi padre. Tenían un emblema en el bolsillo, sobre la tela gris, con un rectángulo blanco bordado en negro de una locomotora despidiendo humo que nos cautivaba. Yo siempre quise (y lo hice varias veces) conducir un tren.

Mi abuelo paterno tenía una «mano de muñeca». Un día, ante el inminente choque se lanzó desde la locomotora pero su anillo se quedó enganchado en un saliente de metal. Después, nos mostraba como un mago su mano de cuatro dedos y nosotras, niñas ingenuas, nos reíamos. Eran las heridas de guerra de nuestra gente. Las mataduras de un clan ferroviario.

Pero no todo quedaba en chistes o anécdotas. Un día empezaron a llamar a casa para dar condolencias. Supuestamente yo había muerto en un accidente de trenes. Era mi nombre y mi apellido, pero no era yo, sino un primo homónimo y más joven al que el choque lo había atrapado en la temprana adolescencia acompañando a su padre también maquinista. Se nos fueron acumulando las cicatrices.

En plenos años noventa, mi padre llegó a casa con una mueca en el rostro y un saco que olía a sangre. Su locomotora había atropellado, al no lograr frenar, una manada de cabritos. Sus hijas nos lanzamos sobre el festín; teníamos mucha hambre y él lo sabía. Era un proveedor, en aquellos trozos de carne y hueso nos daba su «última caza». Luego el ferrocarril en Cuba terminó por despeñarse, la locomotora de nuestras vidas se quedó estática.

Sin embargo, el aroma persiste. Mi familia huele a arrabio. Mi padre murió hace poco más de una semana y yo volví al andén simbólico de la espera. Primero llegó el viento y sacudió mi breve cabellera. Hija de ferroviario solo conoce un perfume. Es el bálsamo de la existencia, aquel mismo que sentía cuando me asomaba a la línea en plena madrugada y voces desconocidas me aseguraban que el tren no iba a parar, pero yo sabía que lo haría: olía a qué venía.

El ferrocarril en Cuba terminó por despeñarse, la locomotora de nuestras vidas se quedó estática. (Archivo/TV)
  • Yoani Sánchez es periodista independiente cubana. Su texto ha sido publicado originalmente en el sitio 14yMedio.

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