Tottori, Japón
A propósito de la novedosa muestra inmersiva y el reciente ataque a uno de sus famosos cuadros de girasoles por parte de activistas ecológicos para llamar la atención sobre los problemas ambientales, no cabe duda de que la obra de Vincent Van Gogh (Países Bajos, 1853-1890) sigue ocupando un lugar importante en la cultura global, aunque dejó este mundo hace ya 132 años.
Sus creaciones han inspirado películas y se imprimen en un sinnúmero de objetos, incluso hay quienes se las tatúan. En Quito, las entradas a la inauguración de “Imagine Van Gogh” se agotaron en un día, rompiendo récords de ventas.
Quienes conocen su obra y fueron a la muestra se habrán fijado en que algunas de las imágenes hacen referencia a representaciones y paisajes asiáticos, específicamente japoneses, por ejemplo el cuadro de la geisha, La Cortesana (1887), el Ciruelo en flor (1887), el del Puente bajo la lluvia (1887) –inspirados en obras del pintor japonés Hiroshige (1797-1858)–o el Almendro en flor (1890), todos cuadros de sus últimos años; entonces, ¿qué relación existe entre Van Gogh y Japón?
A finales del siglo XIX, los europeos tuvieron acceso a piezas exóticas que llegaban desde lugares lejanos como Japón, país que se había abierto al mundo poco tiempo atrás, después de casi 250 años de relativo aislamiento.
Cuando Vincent y su hermano Theo –quien era vendedor de arte– vivían en París, se hicieron aficionados a las estampas y objetos japoneses conocidos como Ukiyo-e, o “pinturas del mundo flotante”, la mayoría eran grabados en madera del periodo Edo (1603-1868) de los que se dice que los hermanos Van Gogh llegaron a coleccionar cientos. Lo que explica la inspiración que encontró Vincent en el arte japonés, ya que nunca visitó Japón.
A esa mirada puesta en la estética japonesa, que cautivó a muchos artistas europeos de la época en cuanto a temática, color y composición, se le llamó japonismo.
Aunque su carrera artística duró apenas diez años, Van Gogh dejó un legado enorme que hoy está repartido entre los principales museos del mundo. La más grande colección de sus obras se exhibe en el museo que lleva su nombre, en Ámsterdam, incluidos sus cuadros inspirados en el japonismo. Fundado por su sobrino (llamado Vincent, en su honor), el Museo Van Gogh es un edificio moderno de tres pisos donde, además de sus cuadros, se pueden apreciar fotos y obras de otros artistas conocidos que pintaron retratos de Van Gogh o que fueron sus amigos y colegas, también impresionistas.
En el primer piso descansan sus numerosos autorretratos, de los que se dice que fueron tantos porque no tenía el dinero suficiente para pagar a modelos.
Después de varias idas y venidas desde Países Bajos a Francia, adquirió una propiedad en Arlés, al sur de Francia, a la que convirtió en casa-taller, la famosa ‘Casa Amarilla’. Su sueño era invitar a artistas a pintar en ese lugar bucólico que se le antojaba parecido al que veía en los paisajes japoneses: “Después de un tiempo tu visión cambia, tienes una mirada más japonesa, sientes el color de otra manera. Estoy convencido incluso de que, precisamente, a través de una prolongada estancia aquí, liberaré mi personalidad”. (Arlés, 5 de junio de 1888).
Ese experimento no dio los frutos que esperaba; el único en asistir fue el francés Paul Gauguin (1848-1903), a quien conoció durante sus cortas estancias en París y con quien tendría una amistad marcada por las diferencias; según la historia contada en el museo, fue en una de sus discusiones con Gauguin, en un momento de locura, cuando se cortó el lóbulo de la oreja izquierda –el portal Van Gogh Experts, por otro lado, cuenta que eruditos alemanes tienen otra hipótesis; según sus investigaciones, en realidad Gauguin se la cortó por accidente y que, para proteger a su amigo, Vincent declaró habérsela cortado él mismo–; inmediatamente, Van Gogh decidió abandonar su proyecto e ingresar a un sanatorio.
Durante ese periodo pintó varios de sus cuadros inspirados en la sencillez de la cotidianidad y en la naturaleza que reflejan su admiración por Japón: “Toda mi obra se basa, de alguna manera, en el arte Japonés” (Arlés, 15 de julio de 1888).
Solo hacia el final de su vida, Van Gogh logró algo de reconocimiento entre sus allegados y la crítica, pero murió en la pobreza y hoy está enterrado en Auvers-sur-Oise, Francia, junto a su hermano y benefactor Theo (quien falleció pocos meses después). Sin embargo, su relación con Japón trascendería en el tiempo.
Tras la muerte de los hermanos Van Gogh, Johanna Van Gogh-Bonger (1862-1925) –la viuda de Theo– se empeñó en editar y publicar la correspondencia entre ellos (Cartas a Theo, 1914, traducida más tarde al inglés por ella misma), donó varios de los 200 cuadros que heredó y organizó exposiciones para vender otros tantos; poco a poco, Van Gogh se fue haciendo famoso.
Luego vendrían, en 1960 y 1972, la Fundación y el museo Van Gogh, respectivamente, que posicionarían al artista en el ojo internacional. Pero lo que hizo que la genialidad del artista fuera valorada, más allá de lo estético, fue la adquisición del cuadro “Vaso con quince girasoles” (1888), por parte del multimillonario japonés Yasuo Goto en 1987, que ya tenía cuadros del artista neerlandés y compró este por casi 40 millones de dólares, haciendo que todo el valor monetario de la obra de Van Gogh se elevara exponencialmente.
Hasta ese momento, la obra de Van Gogh no había llamado la atención de los coleccionistas de arte, tanto como ocurrió después de esa compra, algo que el pintor y crítico de arte español, Antonio García Villarán, califica de “golpe de suerte y gran estrategia de márketing”. Después de todo, parece que la mirada de Van Gogh puesta en Japón, un siglo atrás, no fue en vano.