Reencarnación

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

El problema es que reencarnó en una cucaracha. El gran problema es que la mayoría de reencarnados lo ha hecho en una cucaracha: el animal más perseguido de la Tierra.

Donde abundan las cucarachas, la gente recurre, para deshacerse de ellas, al método racional: el veneno rociado en las baldosas. Y donde su presencia, aunque constante, es escasa, se vale del método emocional, que consiste no en otra cosa que en la muerte por aplastamiento.

Las circunstancias y lugares donde el destino de los reencarnados se cumple son muy diversos. Si es en el fregadero de la cocina, se impone la técnica del remolino. El que se percata de la presencia de una cucaracha al lado de las tazas sin lavar, abre de repente el grifo y espera a que el agua empiece a girar en torno del sumidero. No debe esperar mucho, pues, en unos cuantos segundos, el agua forma un remolino que, inexorablemente, arrastra en sus giros a la cucaracha hasta la boca del sumidero y de ahí, vencida toda resistencia, la precipita en la cañería.

Si las cosas ocurren en el baño, independientemente de la posición relativa del hombre, o la mujer, y la cucaracha, los pasos que se siguen son la vigilancia atenta y silenciosa y el pisotón repentino, incluso desde el inodoro. Poca gente hay que se arriesgue a utilizar la mano en lugar del pie -el pie calzado por supuesto- como cuando se despacha a un mosquito que se desliza sobre la superficie de un espejo o el cristal de una ventana.

No sé si era él o ella, ya que resulta muy difícil para los no iniciados en la biología hacerse una idea del sexo de las cucarachas, quien había reencarnado en esa cucaracha pequeñita, blanda y descolorida, que estaba haciendo sus primeras excursiones por ese desierto verde que es la baldosa de nuestro baño. La observé con paciencia, sin respirar apenas ni mover un músculo, le dejé que agarrara confianza, que se arriesgara a salir del borde de la pared y a explorar el mundo a su manera errática y cautelosa. Y pensé que, dada su extrema pequeñez, el clásico pisotón no era lo más adecuado para hacer lo que debía hacerse. Tenía que decidir y me decidí: era el momento de romper tabúes.

Dispuesto a todo, desde mi posición sedente, tomé un trozo de papel higiénico y con él, acolchándolo un poco, me envolví los dedos de la mano derecha. Lenta, muy lentamente levanté el brazo y con la velocidad del rayo aplasté al reencarnado o reencarnada que, estoy seguro, nunca llegó a enterarse de lo que le había sucedido. Tan pequeña e insignificante era la sacrificada, que en el papel higiénico no quedó más que una ligera mancha oscura semejante a la que en una hoja de cuaderno deja el grafito de un lápiz.

Religión o filosofía, eso de la reencarnación es una idea truculenta.

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