La antipolítica en el Ecuador

Santiago René Quezada

Guayaquil, Ecuador

La visión de las personas sobre la política en un país como Ecuador está profundamente dividida. Para un gran sector de la población, esta visión se compone de opiniones vituperantes, llenas de comentarios burlescos orientados a reprobar las pantomimas y shows mediáticos tan característicos del diario vivir nacional. Para otros, es un tema que, así como el fútbol y la religión, no se debe discutir en la mesa de comer.

Sin embargo, existe un reducido grupo de personas que visualizan la política placenteramente y buscan vivir de ella, de modo que el ejercicio de la misma compone su ser. Estos personajes, pertenecientes a una población tan reducida en nuestra sociedad, son a los que se les llama políticos, a quienes podemos definir como personas que buscan inducir cierta tendencia hacia la “organización” en selectos grupos de individuos.

Podemos presumir que estas personas, por definición, al buscar “organizar” grupos de individuos, persiguen un objetivo común. Por lo tanto, las mismas personas les permiten ejercer control sobre sus decisiones voluntariamente para conseguir un grado colectivo de bienestar mayor. Es decir, ¿por qué querrías ser político si no es por mejorar la vida de las personas a las que representas, verdad?

Pues déjame decirte que, dentro de este grupo de personas que abanderan la política como causa de vida, existe un subgrupo cauto que pertenece a lo que, para fines de esta columna, llamaremos “antipolítica”. Ellos se denominan a sí mismos “alta política”, una especie de élite política que se enaltece y se separa de las causas reales por las que lograron llegar ahí (es importante aclarar que esta élite puede surgir en espacios aislados de poder, como el gobierno, asociaciones, fundaciones, gremios y cualquier institución destinada a generar organización humana). Esta élite es una de las tantas causas de que la percepción sobre los políticos por parte de la comunidad sea tan paupérrima. Y es decir, esta percepción no es tan baja por arte de magia; fácticamente, el sistema político ecuatoriano presenta severas fallas de fondo y de forma que no le permiten al Estado conseguir su objetivo de “hacerle la vida más fácil a la gente”.

Podemos definir la antipolítica como el ejercicio de la política para la consecución del poder en cualquiera de sus dimensiones como un fin en sí mismo, es decir, personas que ejercen la política con la finalidad de obtener más poder o estar más cerca de él. Esto, en sí mismo, es un problema puesto que vulnera los propios cimientos del servicio público y despersonaliza el propio ejercicio de la política.

Intentar encontrar una explicación de esta especie de parafilia por el poder por parte de estos individuos ciertamente es algo complicado y profundo de desarrollar. Podemos guiarnos por obras y trabajos de grandes estudiosos de la conducta humana para encontrarle un norte a este misterio. Thomas Hobbes, en su obra Leviatán, nos narra que los individuos buscan poder como medio para asegurar su propia supervivencia y satisfacer sus deseos. Esta búsqueda de poder es ilimitada porque, para garantizar su seguridad futura, una persona necesita acumular más poder que los demás. El poder se convierte en un fin en sí mismo, ya que proporciona los medios para obtener otros bienes y protegerse contra amenazas. Por otro lado, Sigmund Freud nos sugiere que la ambición por el poder puede estar arraigada en conflictos internos y deseos inconscientes. Las personas pueden buscar posiciones de poder para satisfacer necesidades psicológicas, resolver tensiones internas o proyectar sus conflictos, sin una intención consciente de mejorar la sociedad.

Ciertamente, encontrar una explicación para esta aparente búsqueda irracional de poder y control por parte de estos individuos nos llevaría horas y horas de estudio, y ese no es el punto de esta lectura, por lo que en este momento nos compete hacernos dos grandes preguntas: ¿Todos buscamos poder en mayor o menor medida? ¿Cómo identifico a un antipolítico?

Gracias a Foucault, entendemos que el poder no es una entidad centralizada que se posee, sino una red de relaciones que atraviesan toda la sociedad. El poder está presente en todas las interacciones sociales y no se limita a las instituciones formales, por lo que, inconscientemente, todos los individuos de la sociedad se mueven entre relaciones de poder, posicionándose en escalones altos o más bajos dependiendo de su entorno. Por lo tanto, sí, todos buscamos poder en mayor o menor medida, lo que, a criterio de este autor, puede separar a un político de ser antipolítico es un conjunto sólido e inalienable de valores y creencias que le permitan guiar su camino según sus principios y causas.

Una de las características de los antipolíticos y una de las principales formas de reconocerlos es que están dispuestos a sacrificar hasta sus propios principios e ideales por mendigar algo de poder con el único fin de acumularlo y reproducirlo; por ello, son tan usuales hoy en día los llamados camisetazos, traiciones y actos contra lo público, que lamentablemente ya están relativamente normalizados en el pensar público.

A lo largo de estos años me he cruzado con varios de estos llamados antipolíticos, de distintos orígenes, ideologías y edades, desde liberales o libertarios que no tienen reparo alguno en abusar burlescamente del poder estatal meramente por sentirse “poderosos” hasta socialistas que no les importa traicionar las raíces de sus luchas por lograr un pequeño espacio de poder.

Creo fervientemente que el político ideal es el que odia ser político, pero ama profundamente el ejercicio de la política. Muchos vocablos y frases sobre el correcto ejercicio de la política nos han enseñado que el acto de gobernar debe ser incómodo, molesto, lacerante y que los propios resultados de esta incomodidad deben ser gratificantes no solo para el que ejerce, sino también para el que cede. Como dicen, «el buen rey es al que le pesa la corona».

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