Biblioteca del futuro/Icaza/César Pavón/Intag

Álvaro Alemán

Alvaro Alemán
Quito, Ecuador

Hay un bosque cerca de Oslo, en Noruega, un bosque joven de mil árboles, sembrado para proveer de papel, dentro de cien años, a un proyecto llamado “la biblioteca del futuro”. La premisa consiste en que, desde 2014 hasta 2114, un escritor distinto cada año contribuirá un texto, inédito, al fideicomiso de la biblioteca del futuro hasta que todos estos se publiquen, a cien años de hoy. Los manuscritos se depositan en un cuarto diseñado con este fin, en la biblioteca pública New Deichmanske, que abrirá sus puertas en Oslo, en el 2018. El primer manuscrito ya ha sido entregado y viene directo de la pluma de la gran escritora canadiense Margaret Atwood.

Se trata de una apuesta audaz y esperanzadora que imagina, entre muchas cosas, que dentro de cien años todavía va a existir un planeta habitable, que la tecnología del libro impreso va a ser accesible y más notable aun, que al final de ese largo camino, van a haber lectores esperando.

La biblioteca del futuro piensa a largo plazo, se atreve a soñar en lectoras y lectores pacientes, cuidadosos, motivados, distintos en todo caso a las tendencias cortoplacistas y los hábitos de consumo cultural de la población contemporánea. La biblioteca inicia un camino que no terminará durante la vida de sus creadores, un sendero incierto y nebuloso que pocos se atreverían a seguir pero que, en sí mismo no expresa otra cosa que el circuito abierto en perpetuidad que es un libro: una voz en busca de un oído.

Sin embargo, la dimensión más interesante del consiste en su insistencia en vincularse tan de cerca con los bosques. La biblioteca del futuro se asienta sobre la materia prima del libro impreso: la vegetación, una alianza milenaria que casi siempre pasa desapercibida; como si la trascendencia que ofrecen las obras que nos marcan (Crimen y Castigo, Le horla, los cuentos de la selva, el principito, Microgramas, Trilce, el centinela) de alguna manera tuviera lugar fuera del contacto físico con el objeto que las ampara. La biblioteca del futuro aterriza la noción de la sustentabilidad del mundo físico junto con la sustentabilidad de la literatura. Lo uno no es posible sin lo otro. Debemos cultivar y cuidar y administrar con esmero los bosques de la misma manera en que debemos cultivar lectores y escritores que los transformen y les confieran una segunda vida.

Y cien años es mucho tiempo. Hace cien años las líneas aéreas comerciales inician sus primeros recorridos, los barcos a vapor atraviesan el canal de Panamá, se produce la primera transfusión sanguínea exitosa, se instala el primer semáforo, Mahatma Gandhi va a la cárcel por primera vez. Empieza la I guerra mundial. ¿Qué guerras nos esperan, qué descubrimientos nos aguardan, que soluciones seremos capaces de generar en el maremágnum de enigmas que claman por ser oídos?

El vínculo entre naturaleza y literatura fue explorado por uno de nuestros grandes autores: Jorge Icaza. El indigenismo consistió en su momento en una ostensible relación entre tierra y literatura. Icaza hacía una literatura que no apartaba su mirada de la tierra, que hacía de la tierra un sustrato a la vez sentido y abstracto, material e inmaterial por partes iguales. La naturaleza en Icaza, la lucha por la tierra, constituía un elemento fundamental para asegurar la relevancia de la literatura. En el indigenismo, la injusticia redistributiva también aplica a las audiencias, carentes de libros, de naturaleza transformada. Y aunque de manera indirecta, como al final de Huasipungo, el clamor por la apropiación de la tierra de parte de los necesitados y de los marginales también alojaba un reclamo futurista por las bibliotecas del porvenir.

Recuerdo este escenario porque este 25 de octubre, la comunidad de Intag lanza el primer libro de un proyecto titulado Historias de vida/Intag; una colección destinada a conservar la memoria colectiva de los habitantes de una de las zonas más biodiversas del planeta, ahora amenazada por la minería. Estos pequeños y modestos libros, producidos por la Casa Palabra y Pueblo y por activistas y simpatizantes de distintos segmentos de la sociedad civil, tanto dentro como fuera del Ecuador, contienen el itinerario de vida de los hombres y mujeres que viven y trabajan en el lugar.

El primer volumen tiene como título Tengo que escribir: la vida de César Pavón Batallas, contada a Diane Staats y consiste de la extraordinaria narración de un poeta popular ecuatoriano y de su lucha por escribir en la montaña, en el bosque nublado. Este documento fundamental para entender la diversidad de la experiencia regional en el Ecuador (y la persistencia de la voz poética) es a la vez un manifiesto de la unidad necesaria de literatura y naturaleza, de árboles y palabras. César Pavón hace la historia de la zona y preserva su memoria. Esto es de su breve poema “Adiós al sucre”: Un gringo de verde traje/ha inmigrado en mi Ecuador/dicen que su nombre es dólar/y es un señor de valor. . .No sé quién es aquel gringo/su historia, yo no la sé/sólo sé que poco a poco/a él me acostumbraré. . .Como es tan raro su idioma/su cambio raro será/y a la pobre gente ingenua/el vivo aprovechará.

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