Feminizar la Política

Como transmisión televisiva, el debate fue un éxito: tramoya, mal disimulada diplomacia, una hinchada peronista a la que parecían haber sacado de un partido de fútbol o un concierto, y una confrontación de estrategias de mercadeo que se rozaron y por momentos hasta colisionaron.

A contramano, el evento de la semana pasada dejó a suficiente gente frustrada porque fue la recreación de un zoco o una feria libre o una casa de subastas. Dado el nivel de preparación de casi todos los candidatos éste era un escenario previsible, y se volvía casi profético observando la tabla de encuestas que dan al segundo más votado diferentes nombres y puntajes ajustados en relación a sus directos rivales.

El debate televisado ocurrió paralelo a la creciente demanda en América Latina y España por concretar una feminización de la política, iniciativa que busca bastante más que rebasar la mayor presencia femenina en los puestos de toma de decisiones. Feminizar la política significa, de hecho, apartarse del modo matonil y vertical de mando y trasladar modos de actuar “femeninos” al campo del poder público, si por éstos se entienden gestos menos beligerantes y más inclusivos. A riesgo de caer en generalizaciones, diría que feminizar la política en Ecuador implica bajar el tono de voz, rescatar herramientas persuasivas que sean menos confrontativas, comprender y compartir y flexibilizar las tareas de crianza, matar al histrión que aparece el minuto final de despedida, dejar de lado la ya usual amenaza papel en mano, y asumir que los interlocutores son otras personas además de machotes celebrando la última burla de un candidato a golpe de testosterona. Por último, concretar las decisiones como posturas finales que han sido discutidas grupalmente.

Después de Correa, Abdalá, después de Adum, Nebot y ahora Glas –réplica del presidente-, la feminización de la política en el Ecuador es algo urgente. Tal vez incluso algo de vida o muerte. Es solo en ella que puede aparecer una paleta de matices que, aunque retóricamente no fungen como el palazo al enemigo,  dan acceso a una democracia radical, que es la exigencia de atender lo que dicen los demás sin espetarles la primera bajeza a disposición.

Ya que el correísmo se ha encargado de separar las acciones del Estado de las reclamaciones de la sociedad civil, o quizá porque los diversos feminismos que surgen principalmente desde Quito no han procurado trascender en sus demandas y obligar a que éstas sean políticas de Estado para todos los ciudadanos del país y no solo una clase preferencial urbana, la feminización de la política parece un horizonte bien lejano, sobre el que muchos –ya lo veo- pensarán que se trata de la simple adopción de una amanerada etiqueta de salón de té.

Pero es que hay también otro problema: de los ocho candidatos solamente una es mujer. Esta cifra es suficiente para escandalizar a cualquiera: la política como prolongación del duelo o los puñetes. Y hay otro más: la única mujer que busca ser presidenta del Ecuador ha tenido que abrirse caminos a través de una mímesis de los modos de actuar masculinos: arengando y desafiando, sin desmarcarse de la figura tutelar de su propia casa política, un tipo que mandó matar, torturar y militarizar el país al modo de una hacienda cacaotera o un huasipungo andino.

Nada debería recordarnos a que en el Ecuador gobernó León Febres Cordero. O mejor dicho: todo debería recordarnos su paso por la política del Ecuador para que nada se parezca a su tiempo. Y ante eso, no hay otra opción que feminizar la política hasta volverla la posibilidad de que venga alguien a hablar despacio, sin alzar la voz, porque está convencida de que así le van a escuchar. El trabajo real está del otro lado, en la obligación que tendremos de atenderla sin que haya necesidad de que mute en un epígono de un sujeto al que le sentaba muy bien la idea de hacer país sacando su pistolita del cinto.

 

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