Título para el periodista

Miguel Molina
Nueva York, Estados Unidos

Empezaré diciendo que creo profundamente en la profesionalización del periodista y celebro que, luego de una década en donde esa actividad fue criminalizada, las carreras de periodismo vuelvan a estar llenas de estudiantes. Siempre nos acercará más a la calidad de la comunicación el hecho de tener periodistas profesionales, por eso las salas de redacción de los medios del país optan, fundamentalmente, por ellos, siguiendo una lógica racional más que un mandato legal. Dicho esto, considero que la titulación obligatoria como requisito para el ejercicio del periodismo es abominable, constituiría una restricción ilegítima a la libertad de expresión y una afrenta a la tradición dinámica y multidisciplinaria sobre la que se construye el oficio de escribir, en palabras de Philip Graham, el borrador de la historia.

Si abordamos esta discusión desde la óptica de los derechos, la conclusión a la que llegó la Corte Interamericana es contundente. “El periodismo es la manifestación primaria y principal de la libertad de expresión del pensamiento y, por esa razón, no puede concebirse meramente como la prestación de un servicio al público a través de la aplicación de unos conocimientos o capacitación adquiridos en una universidad o por quienes están inscritos en un determinado colegio profesional, como podría suceder con otras profesiones, pues está vinculado con la libertad de expresión que es inherente a todo ser humano”, dice la Opinión Consultiva OC-5/84, conocida también como la Colegiación Obligatoria de Periodistas.

Para los jueces interamericanos, el argumento de que para el ejercicio de otras profesiones, como la medicina y el derecho, sí se hacía exigible un título era insuficiente. En la práctica de la medicina un médico o el abogado en la del derecho no ejercen un derecho humano fundamental. “El ejercicio del periodismo profesional no puede ser diferenciado de la libertad de expresión, por el contrario, ambas cosas están evidentemente imbricadas, pues el periodista profesional no es, ni puede ser, otra cosa que una persona que ha decidido ejercer la libertad de expresión de modo continuo, estable y remunerado”, responde con razón la Corte. Jamás se puede, para ejercer un derecho humano fundamental, como es la libertad de expresión, exigir un requisito como un título universitario.

Esa exigencia violaría la libertad de expresión del periodista sin título, sino el derecho de la sociedad a recibir la información que él produzca. De hecho, considero que tal como está configurado este derecho humano en nuestro bloque de constitucionalidad, la titulación obligatoria sería susceptible de una demanda de inconstitucionalidad ante la Corte Constitucional o, peor aún, un caso ante el mismo Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Recordemos, además, que esa norma fue parte de la Ley Mordaza que instituyó un sátrapa para callar las voces críticas.

Lo jurídico, sin embargo, es sólo una óptica. A mí me preocupan pensar que para ser periodista -no sé si el mejor oficio del mundo, pero sí el que más responsabilidad y valor requiere-, se necesite un cartón. No creo que la precarización laboral sea un argumento, cuando la existencia de la Ley de Comunicación sólo se justifica si establecer mecanismos para proteger a los periodistas en su trabajo y por eso la reforman y no la derogan. Hay que defender la escala laboral diferenciada, para todos los trabajadores de la comunicación. Pero defender la titulación es otra cosa. ¿Cuántas personas, con título de comunicadores sociales, sirvieron en la última década al aparato de propaganda mentirosa y violenta que armó el Estado autoritario? ¿Su cartón universitario garantizó algo?

“La creación de escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico”, dijo García Márquez, en su discurso El mejor oficio del mundo, ratificando que el periodismo se aprende en “las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente” y que “la misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era una adicción laboral”. Hablando de García Márquez, creo concluir que con la titulación obligatoria, en los medios de Ecuador no podrían trabajar hoy día grandes maestros del periodismo como Ryszard Kapúscinski y Bob Woodward (caso Watergate), menos las actuales plumas periodísticas más poderosas de América Latina: Martín Caparrós y Leila Guerriero.

No pretendo defender una mirada romántica del periodismo, pero sí coherente con su naturaleza. Me dirán que los medios de hoy exigen a sus periodistas no sólo textos en papel, como sucedía con los maestros de antaño, sino notas para web, videos, fotos, audios, streamengs y demás. A Sócrates ya le tocó reaccionar a la crisis de su tiempo, advirtiendo al rapsoda Ion que la creación artística no es sólo una técnica. La discusión no es la misma pero se parece. El mundo de hoy nos obliga a los periodistas trabajar con la tecnología, sí, pero no a renunciar al fin último del oficio que es contar historias. Siempre será para mí más importante, en la formación de un periodista, que este lea la gran literatura de ficción y no ficción antes que todo un proceso académico para enseñarle a editar un video. ¿Hacer un podcast te hace mejor periodista? Puede ser, pero detrás debe haber algo más. La carne del periodismo no es la técnica, es el mundo y sus dramas descarnados, la historia y la narrativa de nuestra lengua, el cine que nos hace abrir los ojos, una sensibilidad que nos conecte profundamente con la realidad que nos rodea. Si eso se aprende en una universidad me parece genial, pero no me digan que es la única manera.

No traten de decir que la discusión es caduca y que el periodismo ya sólo puede ser profesión y no artesanía, ni oficio, ni vocación vital, ni única forma de concebir para alguien la vida. Por supuesto que hoy por hoy la garantía de calidad de una sala de redacción está ligada a la profesionalización, pero por la dinámica de nuestro mundo -el periodismo- a esa sala de redacción sólo le puede enriquecer la participación de un editor economista, un reportero de judiciales que sea abogado o un entrevistador cultural que haya estudiado Letras o Filosofía. Una Ley no podrá cambiar, jamás, el dinamismo ilimitado de este oficio. ¿Saben, quienes defienden la titulación, que en Ecuador hay especializaciones superiores de comunicación que duran un año? ¿Entienden que con ese pequeño cartón se puede eludir el absurdo requisito legal? Tienen razón, no cualquiera puede ser periodista, no lo son muchos de los que tienen el cartón.

Vengo de un país donde mis colegas, los periodistas viejos que no tenían título y los periodistas jóvenes que se formaron sólidamente, salvaron la democracia haciendo nada más que su trabajo diario, agotador, esforzado y malpagado. No se equivocó la Corte Interamericana cuando dijo que la libertad de expresión es la piedra angular del sistema democrático. En el Ecuador lo fue y lo es. Este oficio tiene historia. La lucidez premonitoria de Espejo, el poder del lenguaje que experimentó Montalvo, la valentía cerebral y rigurosa de Roberto Andrade o Alejandro Carrión, la responsable obsesión de Sandra Ochoa, Patricia Estupiñan o Milagros Aguirre, los cientos de jóvenes que decidieron renunciar a una vida de riquezas para estudiar periodismo y contarnos las historias que leemos, escuchamos y vemos. En ese rico, dinámico y multidisciplinario engranaje se cifra la libertad de nuestros tiempos.

* El artículo de Miguel Molina ha sido publicado originalmente en el diario El Universo.

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