¿Todo vale?

Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

¿El límite moral es tan solo un convencionalismo? ¿Una conducta es censurable simplemente porque la tradición impuesta por la mayoría así lo considera, como sostenía Nietzsche? Y, en sentido opuesto, una conducta que carece de valoración por la mayoría social, ¿será por ello neutra, desprovista de valor intrínseco, como un minuto desarraigado del tiempo al que no llega ni la luz del día ni la sombra de la noche? ¿Hay algo o alguien por encima de la ley o el arbitrio individual, que trace la línea entre el bien y el mal? Si no lo hubiera, ¿por qué una conducta sería mejor o peor que la percepción que de ella tenga su autor, la sociedad a la que pertenece o la ley dictada en respuesta a la presión de masas? Si no lo hubiera, cada individuo se habría convertido en el dios último de la moralidad de sus propios actos, o en esclavo de las valoraciones sociales, muchas veces sin más peso que el número de sus adherentes.

Este dilema lo han resuelto algunos con apoyo de la Fe; otros no se lo plantean, y muchos creen haber hallado la respuesta en la razón, la suya personalísima o la moda de las masas, derivando así en dioses o esclavos. Sea que confrontemos el dilema o no, ahí está, y la forma en que lo resolvemos modela a cada paso la sociedad que legamos a las nuevas generaciones. La respuesta a las preguntas éticas que nos propone la modernidad -matrimonio y paternidad homosexual, por ejemplo- no deja de ser necesaria simplemente porque no nos hagamos la pregunta, ni se contribuye a responderla desde el dogma inquisitorial -que tantos fieles le ha costado a la Iglesia, y que tan contrario es al fundamento del amor cristiano-, ni mucho menos desde la orilla opuesta, la que hace a cada uno dios de su propia conducta, que en el fondo es otra forma de religión, de imponer la relatividad moral como única verdad aceptable, el laicismo como única práctica tolerada en público, condenando a los creyentes a reducir su fe al fuero interno, cuando más a un rito dominical, fuera de cuyos límites muchos se avergüenzan de su credo superficial.

De modo que hay dilemas que resolver, tanto si nos incomoda debatirlos públicamente como si no. Al margen de mi personal posición sobre la materia, el lector es parte de una sociedad en la que se discute en estos días la posibilidad de que parejas homosexuales formen hogares con idénticos derechos a las de distinto sexo, incluyendo específicamente la paternidad, en la que un transexual demanda al Estado para que se le practique el cambio de sexo con dinero de los contribuyentes, en que las bases y fines de la familia se consideran un arcaísmo. Son temas que interpelan las convicciones de las personas, rebasan la incidencia de la intimidad de sus decisiones, y cuya resolución marca la misma identidad de la sociedad occidental. A fin de no tomar el rábano por las hojas, se impone un debate respetuoso, donde realmente se ponga a prueba la tolerancia frente a visiones contradictorias.

El dilema no se esfuma porque evitemos participar en él, ni los límites a las conductas desaparecen porque los ignoremos. No todo vale.

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