Viejas costumbres

Por Juan Jacobo Velasco
Santiago de Chile, Chile

En su libro Las costumbres de los ecuatorianos, Osvaldo Hurtado menciona a la dificultad de la administración de justicia en nuestro territorio como uno de los lastres que arrastramos desde la Colonia. Recuerdo la sensación de historia repetida y de nefasta familiaridad, cuando leía la manera como las decisiones de los jueces de la Real Audiencia de Quito se acomodaba a los intereses de españoles y criollos poderosos, al punto en que, literalmente, los magistrados besaban las leyes reales y recitaban que conocían los textos pero los desobedecían.

Cuando un juez era asignado a la Audiencia y llegaba con la idea de hacer cumplir la Ley más allá de los intereses dominantes, era objeto del encono del poder imperante, con no pocos casos de muerte. Esa «práctica» de control de la legalidad y de la posibilidad de incidir en los fallos siguió vigente en el territorio de la hoy República del Ecuador con consecuencias aberrantes, como la inexistencia en Quito, hasta fines del siglo XIX, de compañías o asociaciones entre terceros que no tuvieran vínculo de sangre. Hurtado señala que la desconfianza mutua producto del vacío legal «de facto» –existían buenos textos legales, incluso muy avanzados, pero nula capacidad de administrarlos con equidad- impidió el desarrollo de los emprendimientos, el sistema financiero y, sobre todo, de una sociedad justa.

Los fallos vinculados con el caso del juez Juan Paredes y las resoluciones administrativas de las Cortes (como el ascenso del juez de marras) son un recordatorio de que estas costumbres continúan. Poco importan los cambios de los cuerpos legales, la nueva institucionalidad de la administración de Justicia o la mejor infraestructura física de las Cortes. Todos estos son cambios cosméticos cuando el núcleo de una lógica vinculada a los intereses de los poderosos se mantiene. El caso del juez Paredes es bastante elocuente porque físicamente es imposible tener una resolución express sin prácticamente haber leído las fojas de un proceso voluminoso. Algo que retrotrae, también, a la poca competencia técnica de abogados y magistrados que se observaba desde la Colonia.

La pregunta es obvia: ¿cómo se puede confiar en el debido proceso del sistema judicial cuando en casos polémicos e importantes diera la impresión de que la vieja costumbre del servilismo se repite? ¿Con qué impresión se quedarán quienes litigan cuando sepan que habrá jueces que no leen los procesos y los resuelven muy sueltos de huesos, con el tufo de responder a una poderosa orden superior? La respuesta reproduce el síndrome de desconfianza social que se arrastra desde la Colonia e inicios de la República. Y perpetúa una serie de taras como la desconfianza en los terceros, la falta de emprendimiento y la idea de que vivimos en una sociedad permanentemente injusta, en donde el Estado de derecho se convirtió en un derecho al Estado que creen tener los poderosos.

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