El día siguiente

Mauricio Vargas
Bogotá, Colombia

No me parece fácil que el Congreso apruebe, a las carreras, una reforma constitucional como la sugerida el viernes por el presidente Juan Manuel Santos, para que él busque la reelección solo por dos años más –o su mandato se prolongue a seis– y que de ahí en adelante los períodos presidenciales se vuelvan de seis, sin reelección posible. Sería volver a cambiar la Constitución para acomodarla a una coyuntura. Además, así como seis años están bien para un buen mandatario, resultan insufribles para uno malo.

Pero más allá de esa discusión que ya arranca, la propuesta presidencial ilustra una muy válida preocupación de Santos por el meollo del problema, que vengo advirtiendo en esta columna hace rato: las dificultades de administrar los acuerdos de paz que, muy probablemente, Gobierno y Farc alcancen en La Habana. El Primer Mandatario sabe que, a estas alturas, lo difícil no es llegar a un acuerdo, sino ponerlo en marcha. Y por eso plantea hacerse cargo del asunto durante los dos años siguientes. Las Farc necesitan que quien pacte con ellas sea garante en los años siguientes. Y la sociedad también necesita que responda si las cosas no salen bien.

Se equivocan quienes creen que, una vez firmados esos acuerdos, todo será dicha, paz y tranquilidad. Me despiertan una mezcla de lástima y ternura los muchos intelectuales que, en pose de pacifistas, dicen obviedades como que la paz es mejor que la guerra o que es un gran negocio que los guerrilleros dejen de matar y se dediquen a la política. Sobre el papel, claro que es así y nadie lo discute. Pero la realidad es mucho más complicada y los líderes de opinión tienen la responsabilidad de hacérselo ver a la gente. Decir cosas tan obvias no ayuda al proceso, sino a las falsas ilusiones.

Para empezar, hay que dar por descontado que un grueso de la tropa guerrillera y de los mandos medios se transformará en bandas criminales, como ya sucedió con las Auc. Esas bandas harán sentir su presencia a punta de narcotráfico, extorsión y abigeato: les importarán un pepino los acuerdos de La Habana. Un tratado de desmovilización y desarme con las Farc no traerá el final de la violencia, aunque habrá una enorme ganancia en que esa violencia deje de estar disfrazada de política y de revolucionaria.

En los meses que sigan al acuerdo, millones de colombianos se negarán a entender que los jefes de las Farc que tanto han asesinado reciban beneficios como el de no ir a la cárcel, mientras muchos de sus subalternos siguen narcotraficando y matando en la selva. No faltará quien clame que todo es un engaño y le exija a Santos que haga cumplir los acuerdos.

El segundo lío es el amplio margen de impunidad que sin duda resultará del proceso. En el marco jurídico para la paz es claro que, incluso, los guerrilleros que hayan cometido crímenes de lesa humanidad podrán evitar la cárcel si cumplen unos requisitos básicos, como aceptar su responsabilidad y contribuir a esclarecer la verdad. El cacareado marco no les exige a ‘Márquez’, ‘Timochenko’, ‘Catatumbo’ y compañía pedirles perdón a las víctimas, una falla imperdonable del Gobierno y de los congresistas que votaron esa norma en el 2012.

Una vez que la fiesta de las palomas blancas con que se celebren los acuerdos de La Habana termine, el guayabo incluirá mucha indignación por que los comandantes guerrilleros –autores, al igual que los paramilitares, de los peores crímenes que Colombia recuerde– sean recibidos como huéspedes de honor en la Casa de Nariño y en el Congreso, y despotriquen en sus discursos contra la misma sociedad que les ha perdonado sus gravísimos delitos. Advertirlo no es sabotear el proceso, que, reitero, apoyo desde el principio. Advertirlo es ayudar a que no resulte en una gran frustración.

* Mauricio Vargas es periodista colombiano. Su texto ha sido publicado originalmente por el diario El Tiempo, de Colombia.

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