¡Horror, un cóndor!

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

No se me escapan las graves implicaciones que tiene un cóndor muerto por victimarios incalificables, que además de aniquilar al animal han asestado un golpe al imaginario de nuestro Ecuador bendecido por la naturaleza. Un cóndor que ha sido descolgado del puesto de honor que simbólicamente ocupa en el escudo nacional para convertirse en ícono de la indignación, desplegado en toda su envergadura y su vulnerabilidad. Con seguridad no habrá sido el único individuo de esta especie en peligro de extinción que muere en estas circunstancias, ni será por desgracia el último; al menos a este lo fotografiaron y lo pusieron a circular por las redes sociales para evidencia.

Insisto, ni por un segundo desestimo la gravedad del hecho. Pero ha empezado a molestarme la desproporción entre la reacción viral que ha desencadenado la desafortunada ave, cuya fotografía sigue subiendo de tamaño y notoriedad en las primeras planas, y la relativa indolencia nacional frente a acontecimientos que ponen en serio riesgo la integridad y la vida de las personas. Hace pocas semanas ocurrió un deslave en Zamora-Chinchipe que sepultó a varias personas, otro más de los que pasan de tanto en tanto en los asentamientos mineros, en una de esas operaciones de minería mal llamada artesanal. La conciencia nacional olvidó rápidamente el hecho y se tranquilizó echándole la culpa al exceso de lluvias, pero cuando se omiten las mínimas condiciones de seguridad y se maximizan los factores de riesgo, las fuerzas de la naturaleza apenas precipitan la ejecución de una sentencia ya escrita.

Sin embargo, estas operaciones ilegales, que suman más de 1400 en todo el país, continúan, en muchos casos pasándose por el forro los sellos oficiales de suspensión y la presencia policial. Niños, mujeres y ancianos desfilan diariamente entre piscinas de cianuro y despeñaderos a punto de venirse abajo, o se adentran por túneles excavados a capricho, a punto de colapsar sobre otro túnel clandestino, sin ninguna ingeniería, ni cascos, botas, gafas de seguridad o máscaras que los protejan de llevarse polvo mineral a los pulmones.

En ese mundo no existe afiliación al seguro social, reglamentos de trabajo ni inspección de las autoridades laborales. Tampoco hay licencias ambientales, que tantas exigencias suponen -con razón, naturalmente- para las empresas que intentan hacer minería dentro de los márgenes de la ley. Lo que sí hay es chiringuitos, dinero que se lava en bateas y seguramente toda una cadena mafiosa de compra y venta de oro soberano que no ha pagado un centavo de regalía al Estado, a la vista, paciencia y aquiescencia de ciertos activistas y políticos de extrema izquierda que hacen todo lo posible, eso sí, para oponerse al nacimiento de una industria minera en toda regla.

Mientras tanto el país y su nueva generación tan verde y tan sensible lloran al ave. ¿Necesitará esta sociedad que algún cóndor muera bebiendo cianuro o hecho fricasé junto a un trabajador minero bajo los escombros de una operación ilegal para poner las prioridades en orden, para recuperar el sentido de las proporciones?

* El texto de Bernardo Tobar ha sido publicado originalmente en el diario HOY.

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