Camus-Sartre

Joaquín Hernández Alvarado
Guayaquil, Ecuador

El debate Camus–Sartre de los años cincuenta del siglo pasado no ha terminado pese al tiempo transcurrido. En América Latina, este debate fue crucial para los tiempos de cólera que estaban por venir. «Siglos felices, vosotros ignoráis nuestros odios. ¿Cómo vais a comprender el atroz poder de nuestros amores mortales?» preguntaba en la frialdad de la cinta magnetofónica, Frantz, el condenado de Altona de Sartre.

«Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizá sea aún más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida, en la que se mezclan las revoluciones frustradas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; cuando poderes mediocres pueden destruirlo todo, pero ya no saben convencer; cuando la inteligencia se ha rebajado hasta convertirse en criada del odio y la opresión; esta generación ha tenido en sí misma y alrededor de sí misma que restaurar, a partir de sus negaciones, un poco de lo que hace digno el vivir y el morir», confesó Camus al recibir el premio Nobel de literatura.

Sartre y todos los sartreanos que tomaron su apuesta en serio, asumieron que su elección, su compromiso iba a rehacer el mundo destruyendo al existente. El militante sartreano no conoce la duda; se le agotó en la lucha por arrancar la certeza de que lo único válido es la negación para salir de la mala conciencia, de ser burgués, calificativo despectivo que el autor de La Náusea aplicó sin contemplaciones a Camus.

Las teorías filosóficas son, pese a sus pretensiones, frescos del momento. Pese al presunto mármol de sus conceptos solo dan cuenta de instantes, de emociones, de sentimientos que cuando son legítimos, son contradictorios. Por ello, la historia de la filosofía es interminable: está hecha del hilo de Penélope. Siempre hay la posibilidad de encontrar en algún armario o en cajones ordenados por alguna insospechable memoria otros rostros. El de Sartre, que ha quedado hasta el presente en los murales de la historia filosófica y política latinoamericana, fue el del militante intransigente, desesperadamente heroico, que jamás hubiese aceptado ni soportado volver, por ejemplo, 20 años después a una ciudad vivida en la juventud porque nunca tuvo ni le interesó «la suerte de amar con fuerza», gracias a la cual «se pasa uno la vida buscando nuevamente ese ardor y esa luz».

Para Sartre ni para sus militantes, incluidos los latinoamericanos que combatirían en las guerras sucias de los setenta, jamás hubo una Tipasa de los 20 años a la que volver. Ciertamente, nunca se retorna al mismo sitio. El retorno a los cuarenta, — edad simbólica para Camus, — solo fue posible porque no renunció a la belleza ni a la felicidad sensual que va unida a ella. «La belleza aislada acaba siendo un artificio, la justicia por sí sola acaba siendo una opresión…Llega un día en el que, a fuerza de rigidez, no hay nada que maraville, todo es ya conocido, se pasa la vida volviendo a empezar».

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