Allá donde todos quieren ir

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Uno de los códigos implícitos de la corriente social es ese destino, esa cima cuyas coordenadas no se especifican pero que el inconsciente colectivo asume como un hito importante, al que la mayoría aspira en algún grado.  Prepárate para que llegues lejos, muy arriba, le dicen los padres a sus hijos desde edad muy temprana; y así empieza una carrera, en lo más literal de la palabra, en una sucesión de peldaños y escaladas que nunca parecen suficientes, con una meta que luce clara, obvia: ser los primeros, llegar a lo alto, así, en minúscula. Los primeros en la clase, los primeros en la cola, los elegidos en la entrevista, los más populares en las fiestas, los más sobresalientes en el podio, los primeros… La educación se concentra en este paradigma, que se repite en la vida profesional. En el borde del arribismo.

Todos quieren ir allá, arriba, pues aunque nadie sepa bien lo que hay al llegar, parece cierto que te entregan un diploma al éxito. ¡Ah, el valor de la etiqueta! ¿Y qué es el éxito? Qué importancia tiene lo que significa, la corriente no pierde el tiempo con tales inquietudes en un mundo donde la filosofía pasó de moda y no hay espacio para reflexiones de más de 140 caracteres, talla twitter. Al fin y al cabo un diploma es eso, un diploma, un título para exhibirlo en el muro de las vanidades, lo que ya es bastante, por no mencionar el estado de la cuenta que, aunque no aumente necesariamente en el banco, crecerá en la percepción colectiva, lo mismo que los bonos del cociente intelectual, otro sucedáneo del éxito, según la creencia convencional.

Más que la meta alcanzada a muchos les importa contarlo,  que los demás se lo crean, y en prueba de ello abundan las ofertas para transmitir estos mensajes, para recrear el ambiente con símbolos, prendas que dan cuenta de que su portador ha llegado allá, donde todos quieren ir: marcas de lujo, peinados alfombra roja, vecindarios a la altura, membresías exclusivas –aunque no tanto que no puedan adquirirse con dinero-, fotos en revistas  y más modas. Se puede reconocer a un kilómetro a quienes se esfuerzan por convencernos que han llegado allá, no tanto por lo que se han puesto encima, cuanto porque no les queda natural.

Y el tema no es solo llegar, sino hacerlo rápido. Aceleración tecnológica, carros más potentes, teléfonos más inteligentes, autopistas digitales, comida anónimamente preparada, casas verdes donde nadie almuerza, todo parece hacerse para vivir a mayor velocidad. Los adelantos de la ciencia no se usan para hacer lo mismo en menos tiempo, sino para robarle aún más horas al día. Entre las prioridades del concepto de vivir, según la tendencia contemporánea y la onda alternativa –otra moda-, no entra el matrimonio –antaño el proyecto más importante de vida-, que cada vez se retarda más y ha pasado a ser una opción, como los hijos, que cada vez se conciben menos. Hoy se prioriza esa carrera por llegar cuanto antes allá, donde todos quieren ir, donde suponen está la meca de la realización personal.

Algunos llegaron allá y nos cuentan que no hay nada, salvo los retazos de una relación, la mirada ausente de un hijo que no vieron crecer y la resaca del cambalache.

Más relacionadas