La moral para castigar

Maricruz González C.
Quito, Ecuador

“El castigo es una venganza, la venganza del Rey, aunque la ejecute un verdugo.”

En su obra Vigilar y Castigar, Michel Foucault hace un estudio acerca de la moral del castigo y toma como pretexto un evento histórico de fundamental significancia para comparar el uso del castigo a la sociedad por parte del poder. En esta obra, para analizar los métodos de castigo usados contra súbditos o ciudadanos, el filósofo francés separa dos momentos históricos: antes y después de la Revolución Francesa. En la época monárquica, dice Foucault, el castigo era aplicado en forma de suplicio, la tortura del cuerpo, a la que dedica un profundo estudio y nos pinta cuadros como el del verdugo que castiga al regicida en plena plaza pública atestada de enloquecidos borregos – bueno, este término no lo usa Foucault.

A partir de la República y muy específicamente a raíz de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, promulgada por la Asamblea Constituyente francesa en agosto de 1789, se plantea el respeto a la “humanidad” y aparece la necesidad de un castigo sin suplicio: “…en el peor de los asesinos, una cosa al menos es de respetar cuando se castiga: su humanidad”. Claro, no desaparece el castigo sino la forma cómo aplicarlo. Foucault plantea el origen de la moral del poder de castigar como un estigma para la sociedad moderna occidental.

La Declaración pasa a ser la base de análisis para la gran pregunta subyacente: ¿cómo suavizar el castigo? Desde entonces, tenemos ejemplos históricos de las diferentes formas que adoptó el poder en cualquier punto del globo para justificar, sin necesariamente suavizar, su mano dura y explicarla con cualquier tendencia, creencia o ideología, usando casi siempre a la “humanidad” como medio. Si nos saltamos al siglo XX, ciertos tiranos dejaron de lado el concepto (Hitler, Franco) para aplicar esa mano dura sin mediar justificaciones; mientras que otros, los más, se han basado y se basan en esa Declaración y en los derechos humanos para castigar a los desobedientes por “conciliadores”, “enemigos del pueblo”, “gusanos”, “forajidos”, “transnochados”, “pequeños poderes” o cualquier otro epíteto brillante o no tan brillantemente acuñado, muchos de los cuales quedarán para la historia (recordemos la más que triste lista de lenines, stalines, maos, ceacescus, trujillos, fideles, pinochetes, videlas y un gran etc.).

Dicho esto, y en ejemplos más cercanos, podríamos invocar a Foucault, sí. Pero no para avalar a un gobierno, cual José Martí, algo insólito en épocas de internet, sino para usar su metodología de análisis, en este caso, del castigo. Incluso podríamos dividir a la historia ecuatoriana, insisto, en lo referente al castigo, también en antes y después de la revolución; o antes y después de la Constitución 2008 –puesta en la práctica, por supuesto. Como ejemplo aún más específico, podríamos usar a la anterior alcaldía quiteña y enumerar las diferentes ordenanzas y artículos promulgados para castigar al ciudadano desobediente y que nos ha llevado a transitar por las calles aterrados, culpables o histéricos, además de a vaciar nuestras cuentas. O también podríamos estar atentos a lo que sucede con los estudiantes apresados en las últimas marchas convocadas en un régimen que no solo se llena la boca de democracia, sino también llena sus cárceles, códigos y leyes.

Es difícil saber qué diría Foucault “si estuviese sentado aquí”, pero definitivamente, sabiéndolo un investigador, que no portador, de la verdad y de la esencia humana, cuyas obras son esencia de la libertad de expresión y acción, a quien cualquier tipo de cárcel aterraba, resulta difícil imaginarlo “sentado” junto al poder, cualquiera que este fuera.

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