De prejuicios y de presidentas

María Helena Barrera-Agarwal
Quito, Ecuador

“Lo que fue, eso será, y lo que se hizo, eso se hará; no hay nada nuevo bajo el sol.” Pocas veces la bíblica expresión es más pertinente que cuando se considera un artículo de opinión publicado hace poco en Diario El Comercio. En dicho texto, la Dra. Susana Cordero de Espinosa rebate las afirmaciones de una nota que circula en el Internet, en la que un supuesto ‘licenciado en castellano y literatura’ aconseja evitar el uso del vocablo “presidenta”, que, según él, sería una voz incorrecta, sin sustento gramatical en idioma español.

El texto es una de esas cartas de cadena, que suelen aparecen repetidamente en línea, en versiones ligeramente modificadas. En una de ellas, la supuesta autora es una ‘profesora de instituto público’, de nacionalidad española. En otra se menciona que ha sido redactada por un viejo maestro ya jubilado. El argumento central de todas esas variantes es tan simple como errado: “¿Cuál es el participio activo del verbo ser?: ente. El que es, es el ente. Por esta razón, si nombramos a la persona que denota capacidad de ejercer la acción que expresa el verbo, se le agrega la terminación ‘ente’. A la persona que preside, se le dice presidente, no presidenta”.

La Dra. Cordero rebate vigorosamente esas nociones, analizando el error más obvio en la reflexión citada: “Ser, de admitir la forma del participio activo, sería ‘ser-iente’ o s-ente. Pero ente, sustantivo mondo y lirondo proviene del latín ens, entis y significa ‘lo que es, existe o puede existir’. ‘Sujeto ridículo y extravagante’. ‘Entidad’.” Menciona también como evidencia el que la palabra “presidenta” sea citada entre las formas derivadas del vocablo latín praesidere, en el Diccionario crítico etimológico de Corominas.

Las raíces etimológicas del vocablo son indudables, no en vano aparecen ya, por ejemplo, en la edición de 1795 de la Gramática latina, de Juan de Iriarte. Ese análisis del tema, empero, puede ser más amplio y más profundo. ¿Por qué, exactamente, el rechazo de la voz ‘presidenta’ no tiene fundamento dentro de la gramática castellana? Para responder a esa inquietud con algo de historia, vale la pena retrotraerse al año de 1787, cuando una controversia alcanza las páginas de dos periódicos madrileños. El origen de la disputa es la publicación de una noticia: el Rey ha autorizado la formación de la Junta de Damas de Honor y Mérito, adscrita a la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País. Doña María Josefa Pimentel y Téllez-Girón, Condesa de Benavente y Duquesa de Osuna, ha sido nombrada primera Presidenta de tal organismo.

Ese nombramiento es reportado el diez de octubre de 1787, en el Diario curioso, erudito, económico y comercial, de Madrid. Días más tarde, ese medio publica una carta firmada con el pseudónimo ‘Blas Corcho’. Corcho se escandaliza del uso de la voz ‘presidenta’, proponiendo argumentos inevitablemente similares a los de su colega crítico del siglo veintiuno: «Leyendo en el diario de 10 de este mes la palabra Presidenta, quedé suspenso y admirado a ver con terminación femenina a los participios de presente, que nos han quedado de la lengua latina; y aunque al pronto cuidé fuese yerro de imprenta, me cercioré de que no lo era».

Sarcásticamente, Corcho afirma que si el Diario acierta a rebatir su observación de modo apropiado, «desde entonces diremos que la comida es calienta, una nación muy valienta y otras cosas a éste modo». Cuatro días más tarde, el Diario publica un segmento de una carta, sin incluir el nombre de quien la envía. Esa misiva impugna los argumentos de Corcho de modo contundente: «No hay duda en que los participios de presente, y los adjetivos acabados en ente y en ante, como saliente entrante, no admiten en castellano terminación femenina acabada en a, pues la que tienen en e es común a los dos géneros; pero tampoco hay duda en que cuando pasan a ser sustantivos, suelen mudar la e en a, conforme a la índole de nuestra lengua, convirtiéndose aquellos adjetivos de una sola terminación, en sustantivos de dos, y perdiendo muchas veces la calidad de participios que en lo antiguo solían tener.»

Tan clara explicación vale hoy, como entonces. Su autor insistiría en el tema en el Correo de Madrid, de noviembre de 1787, en dos entregas sustanciales publicadas bajo el sardónico pseudónimo «Gil Tapón de Alcornoque”, al que luego añadiría “y Mazo». En 1805, esos textos aparecerían en el tomo final de la edición póstuma de sus obras completas, la Colección de obras en verso y prosa de D. Tomás de Iriarte. Era, pues, el famoso fabulista del Siglo de las Luces quien argumentaba en defensa de la voz ‘presidenta’. Lo certero de su comentario llevaría a incluir su razonamiento sobre el tema en diccionarios y tratados de gramática castellana.

Aún más importante, las razones que tenía Don Tomás para intervenir en el asunto no respondían a un simple prurito gramatical o a la aspiración de presentarse como un conocedor de la lengua. La intervención de Corcho implicaba un ataque subrepticio contra la Condesa de Benavente. Tal dama se había creado enemigos por su cultura y por su patronazgo de intelectuales y de artistas, como el propio Iriarte, Francisco de Goya y Leandro Fernández de Moratín. En 1896, su ingreso a la Sociedad Matritense, junto con Doña María Isidra Quintina de Guzmán y Lacerda, había sido activamente combatido; transformaba la naturaleza totalmente masculina que tal entidad había mantenido hasta entonces.

Su elevación al cargo de Presidenta de la Junta de Damas adscrita a la Sociedad Matritense, igual que la existencia misma de tal agrupación, causaba resquemor en no pocos sectores tradicionalistas. El insinuar la inherente naturaleza masculina del título arrogado implicaba insistir en esa oposición – prudentemente, visto que la idea contaba con el beneplácito del Rey. En tal contexto, es fácil comprender que, con sus artículos, Iriarte confrontaba tanto el error gramatical como el prejuicio subyacente.

En 1988, el helenista y académico Valentín García Yebra consideró la cuestión en una columna para el Diario ABC – incluida en 2003, en el volumen El buen uso de las palabras. Le fue imposible denegar la validez del concepto de Iriarte. Sin embargo, consideró que el mismo no debía tomarse como fijo: “Obsérvese que Iriarte no pretende establecer una norma absoluta. No dice que los participios en ante o ente, cuando pasan a ser sustantivos, mudan, sino que suelen mudar la e en a. Es decir, la mudan en general, pero no siempre.» Bajo interpretación tan precariamente fundada, y luego de otras consideraciones, Yebra concluye: «Creo pues, que debe modificarse así la norma de Iriarte: los participios en ante o ente suelen mudar la e final en a cuando pasan a usarse como sustantivos en lenguaje popular y afectivo.» La necesidad de relacionar sustantivos femeninos con lo ‘popular’ y con lo ‘afectivo’, socava, desde luego, la elegancia y la solidez del principio enunciado por Iriarte.

En virtud de tales antecedentes, es fácil concluir afirmando que los prejuicios son difíciles de eliminar. Al reiterar argumentos que fueron desvirtuados hace más de dos centurias, ña nota diseminada en el Internet, en nuestros días, demuestra una vez más tal verdad.

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