Hagi, Turan, y en el medio Saritama.

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Sigo creyendo, a pesar de los partidos amañados, de las mafias locales enquistadas en las asociaciones de fútbol, de los grotescos montos de dinero que valen algunos jugadores, que el fútbol es uno de los últimos espacios de imprevisibilidad con que esta sociedad nos corresponde, y que por eso mismo vale enteramente dejarse engullir.

O no: tal vez sea mejor escribir que sigo creyendo que a causa de los partidos amañados, de las mafias locales enquistadas en las asociaciones de fútbol y de los grotescos montos de dinero que valen algunos jugadores, el fútbol es uno de los últimos espacios de imprevisibilidad con que esta sociedad, biempensante y dada a una transparencia falaz, nos corresponde, y además una de las exiguas oportunidades que tenemos para pensar como clan, para ensayar la palabra justicia, para congeniar el fervor místico y el rigor de la estrategia, y para elucubrar lealtades a las que ya no volvemos por anacrónicas.

El fútbol es de las pocas muestras de descaro, exceso y sinvergüencería que todavía no son cubiertas por el manto de la gestión limpia, que no saca pecho de los eufemismos de rigor que tratan de maquillar la fiesta sinvergüenza del baile oscuro de millones de dólares. Y aun así, es tan fascinante.

Esto puede deberse a dos razones. La primera es que nadie, ni siquiera en los partidos amañados, sabe de verdad qué es lo que va a suceder en un partido de fútbol. En 1994, el gol de Gheorghe Hagi al colombiano Óscar Córdoba superó cualquier signo de previsibilidad. No digo que el partido haya sido amañado; solamente de que en caso de haberlo sido fue lo de menos, porque lo que hizo el rumano con la pelota trasciende cualquier pacto efímero. Hagi ocupará algún lugar donde está amontonada la belleza que ha producido este planeta. Lo mismo con el turco Arda Turan, que le lanzó un zapatazo al juez de línea cuando el Atlético de Madrid se enfrentó hace poco ante el Barcelona.

A Turan le pudieron haber echado a patazos del fútbol español si acertaba. Sin embargo, porque rara vez se ve ahora tanto desprendimiento, porque hasta lo improvisado parece ahora formar parte de un guión políticamente correcto y soso, ese impulso elemental, esa reacción barriobajera, esa entrega que sobrepasa la montaña de plata que debe estar ganando el jugador turco, vale como rezago de algo que perdimos hace tiempo, y que los conservadores llaman de forma redundante entereza, enjundia, honor.

La segunda razón es que el fútbol nos obsequia con un poco de justicia de la que ya no hay. No dejo de pensar en el mediocampista lojano Luis Fernando Saritama, que fue en su tiempo uno de los jugadores más queridos por la hinchada de mi equipo, el Deportivo Quito. Cuando las finanzas se cayeron –era inevitable, con semejante dirigencia- Saritama, que estaba bien cotizado, se fue justo al equipo donde no debía ir, al rival eterno de mi modesto equipo de ciudad, que no tuvo otra que mirar a otro lado, buscarse a otros ídolos fieles, seguir sufriendo por cada punto.

A Saritama no le fue bien. Vaya, le fue pésimo. Ahora, después de algunos años de su aventura financiera, casi nadie lo quiere. Ni el equipo rival, que le ha ofrecido jugar en la sub-18. Ni el anterior equipo, al que fue a préstamo. Tal vez vuelva al nuestro, pero debe estar seguro que se le mirará de lado. Qué feliz es el ojo por ojo en los pagos del fútbol.

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