Pedagogía 101: Tiburón, Ibsen, revolución

Álvaro Alemán

Alvaro Alemán
Quito, Ecuador

Estamos acostumbrados, desde hace algunos años, a escuchar una cierta veta de la opinión presidencial en un modo que podríamos llamar “101”; es decir, como parte de un discurso en que  la opinión distinta es descalificada “porque  a un estudiante de Economía (o Finanzas) 101” se le enseña lo contrario. Estas frecuentes alusiones a la falta de preparación, o inteligencia, de diversos  adversarios políticos, que se lleva al ámbito de lo “técnico”, resultan opacas, seguramente, a una parte importante de la vasta audiencia que escucha al primer mandatario. Resulta así saludable reflexionar sobre el origen de una expresión descalificadora que, adicionalmente, es compartida, por una parte de la oposición al gobierno en funciones.

La nomenclatura 101  tiene sus orígenes en el esfuerzo por estandarizar, y numerar, los catálogos de cursos universitarios en los EEUU en el siglo XIX. Se le atribuye al Dr. Charles W. Eliot, presidente de Harvard, la introducción del sistema de créditos electivos y el rediseño del catálogo de su universidad en 1870-1871. Hasta entonces, el currículo universitario consistía de cursos mandatorios sin señas que denoten su procedencia departamental o su grado de dificultad. A medida que los ámbitos de estudio y de investigación asumen un mayor grado de especialización, otras universidades siguen el sendero trazado por Harvard y empiezan a dividir sus respectivos catálogos en ofertas departamentales numeradas.

Pero es apenas a finales de 1920 cuando el Oxford English Dictionary registra por primera vez “101” como la designación aceptada de un curso universitario introductorio. En 1935 dos investigadores de la Universidad de Kent State (famosa años más tarde por la muerte de varios de sus estudiantes, en protesta de la guerra de Vietnam, a manos de la guardia civil de los EEUU) publican un estudio que celebra la eficiencia del nuevo sistema: “Los catálogos universitarios recientes muestran una tendencia encomiable hacia el ordenamiento lógico de la nomenclatura de los cursos. . . los esquemas laxos de años pasados dan paso ahora a un ordenamiento sistemático”.

De manera que la anotación taquigráfica del discurso presidencial “hasta un estudiante de Economía 101 sabe eso”, se entiende mediante el recurso tanto a una historia olvidada (la de la estandarización) como a una predilección cultural (la anglófona). Porque también cabe pensar al 101 mediante otra tradición, la de las mil y una noches, una célebre recopilación de cuentos de oriente medio que, a diferencia de la estandarización, propone una nomenclatura distinta: la enmarcación, en que un relato absorbe otro y este a su vez otro. Es esta complejidad, a diferencia, del ordenamiento numérico (y jerárquico), la que se opone a la descalificación de quienes no aprueban los cursos introductorios 101.

La premisa de que una persona queda descalificada porque no se adhiere a los postulados “básicos” de un curso universitario introductorio asume que el conocimiento es un campo dócil y estable, sempiterno y que un estudiante no tiene otra opción que aceptar, como es su lugar, lo que solo podríamos llamar el dogma de una disciplina. Esta concepción parte de una idea de la universidad como el lugar en que los desacuerdos en torno a una disciplina del saber ya han sido resueltos antes de que toque la campana que da inicio a clases, que es lo mismo que el momento en que los desacuerdos terminan y los acuerdos empiezan. “La historia de la educación superior”, escribe Gerald Graff en su libro de 1994 en torno a la educación superior, Beyond the Culture Wars: Teaching the Conflicts, “consiste de una sucesión de conflictos tormentosos que han producido el curriculum pero que pocas veces se invocan”. Graff promulga una pedagogía distinta, que presenta estos desacuerdos ante los estudiantes, para de esta manera ilustrar el proceso no tan místico mediante el que la cultura se produce, sostiene, desafía y recrea. Si se socializa a los estudiantes ecuatorianos a que estén de acuerdo, entonces una estructura pedagógica basada en el desacuerdo ofrece una oportunidad para adquirir una noción sobre lo que está en juego en las controversias de todo tipo que los rodean. Graff tiene razón en decir que la alternativa es ignorancia a nombre de “lo básico”.

Esto forma parte de la instrumentalización general de la educación ecuatoriana, y de su cultura política, en los últimos años; una batalla librada en el idioma y en la representación. A propósito de esta misma pedagogía del conflicto, se presenta en distintas ciudades del país en estos días, una adaptación nueva de la obra de Henrik Ibsen, Un Enemigo del Pueblo, dirigida por el gran (por alto) Christoph Baumann, con una breve temporada en el teatro Sucre. La obra inscribe el conflicto propio de la política y de la responsabilidad personal ante verdades incómodas y literalmente, mediante un acto entero diseñado para integrar la opinión de la audiencia, enseña mediante el conflicto. Tanto Ibsen como Baumann, en la puesta en escena y Roberto Aguilar, el adaptador, se esmeran en expresar la condición mora caótica del conflicto, en distribuir la responsabilidad por la conducción política por todo lugar. En contra de la instrucción 101, la obra de Ibsen anuncia la ausencia de principios absolutos, incluso de sabiduría o  de moralidad. En uno de los discursos de la obra, el protagonista señala a sus enemigos políticos: “Las verdades no son los monolitos que las personas creen. Una verdad constituida de manera convencional vive—digamos—por lo general, 17 o 18 años; en el mejor de los casos 20; muy pocas veces dura más. Y verdades tan patriarcales como esas casi siempre se observan severamente demacradas”.

Ibsen no bromaba, las consecuencias de la fe ciega puesta en todo lo que nos favorece acarrea consecuencias graves. Esta es precisamente la situación cuando la obra de Ibsen, en adaptación de Steven Spielberg, es llevada a la pantalla en la película que sería el modelo de los blockbusters de verano (grandes proyectos cinematográficos que apuestan todo a monopolizar la taquilla, en efecto, populismo cinemático), nada menos que Tiburón (1975). En su propia versión de Un enemigo del pueblo, en lugar de que el agua de los balnearios del pueblo esté contaminada por un agente tóxico, Spielberg la contamina con un tiburón enorme. En Tiburón, los residentes de la isla Amity (la isla de la amistad), que dependen del turismo, se rehúsan a cerrar las playas pese a las advertencias del jefe de policía y de un ictiólogo, de que un gigantesco tiburón blanco ronda las aguas.

Terminemos con un monólogo de Woody Allen en los años 60 del siglo pasado:

“Tomé todos los cursos de filosofía abstracta cuando estuve en la universidad, entre ellos: verdad y belleza, verdad y belleza avanzados, verdad intermedia, introducción a Dios, Muerte 101”.

 

 

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