Defensa y vindicación del tirapiedras

Tuvo buen espacio para exponer algunas de las contradicciones y vicios en las administraciones públicas latinoamericanas. Tuvo uno o dos párrafos para poner sobre la mesa de discusión el gran problema del gobierno de las ciudades, de las soluciones tecnocráticas que desoyen pedidos ciudadanos. Pero lo suyo pasó, más bien, como un lucimiento personal. Como una serie de frases precocidas que apuntaban a posicionar su presencia intelectual en un medio europeo. Menos, bastante menos, como una propuesta de discusión de la pertinencia del evento en medio de una de las administraciones municipales más corrompidas y violentas que ha vivido Quito. Menos, y bueno habría sido, como una defensa de la pertinencia del evento en tal administración.

Un artículo como éste no es la excepción. Es, más bien, la norma, más aún en un ambiente cerril y provinciano que no tolera el disenso, que lo muta en afrenta o que opta por el comentario de pasadizo, de restaurante de música melosa. Lo de la publicación pasaría de largo si no fuésemos tan proclives a aplaudir cualquier cosa que se publique en el extranjero, y a verlo como un logro para la ciudad, para el país, para la sociedad, para América Latina.

Éste es un problema viejo. Es el problema del compromiso del intelectual y del lenguaje como cuchillo afilado. Es el problema de la posibilidad de hacer política en varios ámbitos y dominios y de observar cómo ésta desde el pensamiento puede ser de lo más fecunda y emancipadora. Y cuando no, cómplice, autocomplaciente y reaccionaria. Es, cómo no, el problema de la calle y de la inseguridad de la producción endémica. No me gusta escribirlo pero es, también, un problema de colonialismo.

Yo estoy lejos de decir que me he formado haciendo barricadas. Más lejos aún de reconocerme como interlocutor de una figura sagrada de los estudios urbanos, a la que se le cuestiona de ladito y en silencio, pero sobre cuya obra no se abre debate ni  lectura rigurosa ni elogio razonado. Se me lee mucho menos, se me invita muchísimo menos, mi producción es magra en relación a la suya. Pero ni él ni yo importamos por ahora. Porque lo más visible, y tanto en los demás, que formamos la camarilla de los críticos o pensadores o estetas del país o la región, es la comedia del compadrazgo, la necesidad, al menos en Quito, de ponerle a todo buena cara y ser propositivo.  Pero ya es hora, ya es urgente que por un momento se tomen las armas de la dialéctica y se lancen los dardos de la argumentación y el disenso.

El paisaje intelectual ecuatoriano se resume a lo siguiente: yo produzco (y por lo general produzco poco y mal); yo publico y se me aplaude (y me reseñan con dos lugares comunes aquí, y con suerte, afuera); yo tengo amigos y llego y sonrío muchísimo y hablo en voz bajita del timo que es la producción de los demás; yo consigo empleo, becas, invitaciones a ferias del libro. Y en Facebook pongo links de música, felicitaciones grandiosas a artistas similares de Latinoamérica, siempre con buena cara, siempre con cara sofisticada. Y aparezco en las fotos de los cocteles, así, brillando, la dentadura blanquísima. Y hablo de las borracheras míticas, y de las amistades intercontinentales. Y así me consigo lugar en el canon pasajero. Bajar, lo que es bajar a la vereda, me es más bien odioso y no lo hago porque no es lo mío, porque estoy ocupado pensando, porque no es mi país, porque acabo de llegar y no me he enterado, porque me gusta la alegría y este gesto. Este gesto todo el tiempo: J

El mejor revulsivo que la sociedad ecuatoriana se ha inventado ante semejante poltrona adiposa es la figura del tirapiedras. Vilipendiado por Jorge Ortiz y Rafael Correa, detestado por automovilistas, por la policía y las universidades privadas, el tirapiedras no es, en estricto sentido, un intelectual, aunque muchos de ellos hayan terminado dando clase o escribiendo libros o en el pozo de la amargura de lo que no se pudo cambiar. El tirapiedras es despreciado por ser “longo”, “emepedista”, “indio vago”, “perezoso que no propone”. También por ser muchacho temerario. Pero al tirapiedras hay que reconocerle la humilde gesta de haber resistido el embate de una policía cada vez más especializada y feroz, de haber logrado o conservado derechos individuales y sociales elementales, de haber sido el mejor “mass media” para que la lela población ecuatoriana se entere que no todo pasa por el almuerzo ejecutivo y el cafecito con tamal. Al tirapiedras hay que reconocerle la continuidad de lo mejor de la lucha social continental, el haber hilado sin vanidad la tradición adormecida que comenzó con la Revolución de las Alcabalas y siguió con la Revolución de Concha, la Masacre de Aztra, la Huelga General de Noviembre de 1922 o los movimientos indígenas, que se gastaban a pie cientos de kilómetros para llegar a la capital. Hay que otorgarle, por derecho y justicia, la suspensión del sentido común y el positivismo de melcocha de un nacionalismo que se dice trabajar codo a codo pero se las trae desde hace años de navajazos en la sombra.

Son complejísimas y mutantes las relaciones entre los tirapiedras y los intelectuales en América Latina. Vale lo mismo para las relaciones entre la producción de argumentos y refutaciones y la organización política para detener una ciudad y protestar. Ante los argumentos pueriles e insustanciales de que lo que necesita una sociedad es poner el lomo, trabajar como bestia de carga, oír respetuosamente cualquier imposición dictatorial por más fascista que sea –porque la democracia, porque el decoro, porque el respeto al derecho ajeno…-, el tirapiedras, que hace de su oficio el dinamitar semejantes convencionalismos de explotación y desidia, se traga el gas año tras año. Y cuando se echa la pera, se sale de la universidad, se toma la calle y la carga contra  lo que le parece injusto, va dándole cara a algo que puede parecerse a la democracia, a una democracia real y radical. Larga vida a nuestros tirapiedras.

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