La Mariscal, abrebocas

Aunque la decisión generalmente es motivada por la familia, también entran aspectos laborales, tradiciones y de calidad de vida. Hasta hace un año, muchos moradores de toda la vida del barrio La Mariscal habían colgado sus botas en las puertas de sus casas y abandonado su querido barrio, que llegó a tener el 5% de la criminalidad nacional, todo concentrado en 154 manzanas de un sector emblemático de la capital. Pensémoslo, 5% de los crímenes que ocurrían en el país se concentraban allí. Un cuadro se me viene a la mente: el famoso e icónico Chalet Suisse, uno de los primeros restoranes que nos puso en contacto con el paladar europeo en esa zona, y que fue decayendo año tras año por la descomposición del barrio, hasta llegar a parecer un cadáver abandonado en el Bronx.

Eso fue hasta mediados del año pasado. Ahora uno pasa por La Mariscal y siente una energía diferente. Algo cambió. Para averiguar sobre el maravilloso y ejemplar proceso de unidad barrial y trabajo comunal, conversé con Juan Baquerizo, mariscaleño de nacimiento, dueño de Nosé Pizzería Bar de La Mariscal y uno de los principales gestores de un proyecto que ya es una realidad – una realidad abrebocas, no solo porque está llena de lugares para comer, sino porque asombra. Les soy sincera, entre mis primeras preguntas estaban la descripción del horror que, todos sabemos, se vivía a diario en el barrio hasta hace muy poco. Mi lado morboso seguramente quiso oír de primera mano los horrores que allí se sucedían a diario y que hemos leído y oído en los medios y de las incontables víctimas. Sin embargo, ese lado debió replegarse con Juan y se convirtió en puro asombro. No hizo una sola mención de ningún evento trágico del pasado. Más bien, comenzó recordando su primera comunión en la iglesia de Santa Teresita, las papas fritas de La Fuente, la apertura del primer supermercado de la ciudad en la Amazonas y, con mayor cariño, la solidaridad y cálidas relaciones que existían entre vecinos. Los setenta y ochenta fueron años de cambio de un barrio puramente residencial a una combinación con los primeros negocios que comenzaron a aparecer y que todo quiteño de la época recuerda con nostalgia y sonrisas. Comenzaba la era “Rosa” de un barrio en el que todo quiteño con algunas décadas de vida tiene recuerdos de adolescencia o juventud. Ese barrio fue el primero en sacar a los miembros de las andinas familias quiteñas de sus salas a la calle. Allí vimos a los primeros hippies locales, las primeras mesas en vereda donde conocimos las “French fries” y los milk shakes. Emblemáticos sitios como las heladerías Buenhumor o Amazonas, para después de misa en Santa Tere y, luego, mundos más profanos como el Manolo’s, Juan Sebastián Bar, la Vieja Europa, el mencionado Chalet Suisse, el Chantilly y tantos otros que fueron apareciendo después y que, cada uno a su manera, abrió los ojos de la franciscana ciudad al mundo. Quién podrá olvidar a Libri Mundi y todo lo que Enrique Grosse ofreció a Quito. Fueron dos décadas de disfrutar de un barrio “cool” en Quito.

La llegada de la dolarización laceró seriamente a los dueños de hoteles y restoranes y, gradualmente, fue desmoronando los sueños de mantener el color rosa del barrio. Poco a poco, entró la decadencia. El turismo mochilero, que en un principio atrajo a propietarios de pensiones y pequeños hoteles, fue convirtiendo al barrio en uno de color rojo. Al constatar la situación, luego de su regreso del exterior, en el 2003 Juan presentó al ex alcalde Moncayo un proyecto que compitió con el fracasado y costoso Teleférico y que terminó siendo la Plaza del Quinde en la Foch, luego de un proceso de acuerdos y colaboraciones, como con Julio Bueno, entonces director del Teatro Sucre, cuando le dieron vida al “Sucre Viajero”, que sacó las obras de teatro y ópera a la Foch. La plaza fue testigo de maravillosas obras que intentaron iluminar de nuevo al barrio. Todo iba bien hasta 2008, con el cambio de administración municipal. Nadie entiende por qué, pero hubo un período de acefalía en el cambio de edil y comenzó un proceso de burocratización que dio al traste con un proyecto pensado para diez años que se llamaba Zona Cultura. Juan se reunió con el entonces alcalde Augusto Barrera y logró varios acuerdos que nunca se cumplieron. El tráfico de permisos para comercios bajó el nivel de estos y cambió la calidad de visitas que llegaban al barrio. Ese proceso llevó a que la Mariscal estuviera en segundo lugar detrás de Pascuales en la tasa de criminalidad del país. Debido a la distribución de policías –que se basa en una división por territorio y no por necesidades reales– La Mariscal solo contaba con 60 uniformados que estaban muy lejos de comenzar siquiera a abordar los problemas. La comunidad desesperada, liderada por un grupo de residentes y empresarios con largos años de convivencia en el barrio, se reunió y decidió que, en lugar de cerrar todo y probar suerte en otro lugar, se quedaba a luchar.

Comenzaron los oficios dirigidos a la policía, a los intendentes, a ministerios y direcciones del gobierno y del municipio, y las visitas de seguimiento: “Sea buenito, no sea malito…”. Fueron tres años de subidas y bajadas de esperanza de que alguien atendiera sus pedidos y propuestas en medio de continuos cierres de locales y cambios de dueños y, esto es elucubración mía, de la sangre que se derramaba y de las bandas que seguían tomándose un barrio que debía constar en las principales guías turísticas con recomendaciones de ratos inolvidables por encantadores, no por terroríficos.

Luego de esos tres años de frustración, la lucha pasó a otra etapa. La comunidad, dirigida por los residentes (7 de cada 10 mariscaleños lo son), optó por la autogestión. La idea no fue tener un barrio que se abra en las noches y se cierre en el día. “La única forma de que un proyecto sea sustentable es tener ciudadanos residentes que decidan sobre su propio espacio”, afirma Juan. Por su propia experiencia, llegaron a la conclusión de que un solo alcalde y administraciones zonales dependientes en una ciudad de este tamaño jamás lograrán una ciudad sostenible, inclusiva, justa y atractiva para la mayoría, especialmente en una ciudad en donde 70% del presupuesto va a un solo proyecto (el metro). Elaboraron un plan con siete ejes, el primero y principal de los cuales fue, por supuesto, la seguridad, para lo cual recuperaron plazas y casas abandonadas. Según ordenanza, la policía metropolitana solo puede tomar una decisión ante la presencia de un comisario de la agencia metropolitana de control, que cuenta únicamente con alrededor de 30 comisarios para toda la ciudad. Eso afirmó su decisión. Comenzaron en septiembre del año pasado y, a diciembre, habían recuperado seis de las 42 casas abandonadas (para las que no habían recibido ninguna respuesta luego de 12 años de enviar oficios por doquier) y que albergaban a los delincuentes que aterrorizaban al barrio y ahuyentaban a visitantes. La primera fue la casa que hoy funciona como UPC, en la Plaza Gabriela Mistral, que estuvo en manos de la delincuencia 12 años y a la que entraron a un riesgo enorme, con la policía nacional esperando afuera. Entregaron esa casa al Ministerio del Interior, que cotizó su arreglo en $20.000 y les informó que no tenía presupuesto para eso. Si las autoridades pensaron que el asunto quedaba ahí, se equivocaron del medio a la mitad. En minga, reunieron los fondos en una semana y en 15 días entregaron la casa lista para que funcionara la UPC que hoy por hoy convive con la seguridad privada del barrio que hace las funciones de la policía metropolitana y se encuentra conectada por radio con la policía nacional. Esta seguridad privada está pagada en su totalidad por el barrio y ya es sustentable a través de la participación comunitaria. Las acciones comenzaron en diciembre: en marzo, la tasa de criminalidad había bajado sustancialmente por debajo del 1%. Hoy en día, el que quiera ir en su auto cualquier noche a la Zona, lo puede estacionar en la calle y enseguida se le acercará uno de los guardia de seguridad contratados por el barrio, que lo cuidará toda la noche por $2.

Para cerrar el círculo de seguridad, la siguiente casa está dirigida a convertirse en la central de todos los policías motorizados de la ciudad, con habitación y todas las comodidades. El pensamiento de los líderes de La Mariscal es que un policía motorizado entre 4 y 5 de la mañana debe estar activo, pero en la realidad hay poco trabajo; en este lugar donde podrá darse una ducha o alimentarse. Todo esto va junto a un sistema de video vigilancia muy avanzado que no está escondido sino a la vista de la ciudadanía. Con el tiempo, el barrio quiere demostrar que no son cámaras lo que se necesita sino un mejoramiento de orden social.

Otro eje es el de Agricultura urbana que inició cuando los dueños de bares y restoranes observaron una de las tantas incongruencias de nuestras ordenanzas: como zona turística, La Mariscal está obligada a dividir los desechos orgánicos, un esfuerzo que iba directo “al tarro” cuando el camión municipal pasa recogiendo la basura y la mezcla – los camiones no entran en la ordenanza! Decidieron, entonces, utilizar uno de los terrenos rescatados para hacer compost y comenzar un huerto urbano, en donde se impartirán capacitaciones certificadas. El huerto ha dado sus primeros frutos y está dirigido a cumplir varios objetivos, además del de la basura orgánica producida en el barrio: proveer empleo y capacitación en cultivos orgánicos.

Y así, con la explicación de Juan sobre cada uno de los 7 ejes que están graficados en la oficina barrial llamada OPUS, en la plaza Foch, mi asombro no tiene límite: Servicios Sociales –habrá una Casa Comunal con servicios veterinarios, cultura, gimnasio, yoga, etc. todo para reconstruir el tejido social del barrio y la gente se reencuentre-; Espacio Público –donde se discutirán temas como fachadas, árboles; Intuición Moral Ciudadana –que incluirá un sistema georreferenciado de opinión ciudadana que termina en un sistema de Voto Flash por celular (terror de los políticos), auspiciado por el Consejo Nacional Electoral, que ha donado el sistema, y que acumulará puntos cívicos que pueden canjearse en las tiendas de la comunidad; Comunicación y Sustentabilidad.

Al conversar con diversos dirigentes barriales que se encuentran insatisfechos con la gestión municipal de la capital, se oyen diferentes opiniones respecto de quién debe encargarse de los problemas que enfrentan los barrios quiteños. Unos dicen que son las autoridades elegidas, que ganan un sueldo con recursos públicos, las que deben encargarse de arreglar la ciudad, y esto es indiscutible. Sin embargo, al visitar La Mariscal y constatar que el barrio ya no solo habla de proyectos sino que tiene portentosos resultados a la vista, uno reflexiona sobre el valor de la autogestión para logra la ciudad en la que queremos vivir, en comparación con la inacción municipal. Aquí, en un Barrio que gradualmente va retomando el color rosa, sus acciones son pruebas irrefutables.

La comunidad mariscaleña decidió empezar el camino generando resultados y mostrándoles a los políticos que la agenda de un alcalde necesariamente debe ser la agenda de los barrios. La Mariscal lo seguirá probando, aún cuando el camión de la basura siga irrumpiendo contraviniendo ordenanzas de división de basura orgánica o, como ocurrió hace unos días, para destruir y llevarse los muebles colocados en la Plaza Foch, construidos en conjunto con estudiantes de la Facultad de Arquitectura de la UCE. Más elementos para comparar gestiones.

Más relacionadas