Por qué volver al CNE

Al igual que muchos, mis redes sociales colapsaron de mensajes entre lo sensato (lo menos) y lo delirante. Imposible seguir todo lo que salía. Imposible no ofender a alguien. Tristemente, imposible quedarse al margen.

El lunes decidí ir al CNE, a fin de comprobar de primera mano tantas cosas que se compartían por esas redes que informan tanto y comunican nada. Cada quien es censor y juez dentro de un festival de “me gusta” donde la verdad no es lo importante, sino el número de manitos arriba. Y a riesgo de ofender a alguien (es imposible no hacerlo en estos tiempos tan sensibles) creo que es válido que paremos un momento a pensar qué es lo que está realmente en juego en estas horas, cruciales por donde se lo mire.

Es falso que frente al CNE solo haya un desfile de modas de la “peluconería” quiteña. He leído mucho cómo desde ciertos sectores de izquierda, incluyendo a aquellos que rechazaron al correísmo en las urnas, se utiliza como un argumento categórico el origen socioeconómico de un buen número de los manifestantes. Aparte de ser una lamentable falacia ad Hominem, es un triste eco del discurso de enfrentamiento social del que el presidente saliente no ha dejado de hacer gala en diez años: la reivindicación social desdibujada en un fetiche amorfo y conveniente, que sustituye al debate por la descalificación más simplona. Una indecencia intelectual de quien se dice el presidente más preparado académicamente en la historia republicana del país. Esto se torna aún más insostenible si nos respaldamos en las cifras arrojadas hasta el momento. Más allá del absurdo de que cerca del 30% de los votantes sean “pelucones” (hace falta que se pronuncie el INEC al respecto), desconozco el por qué un ciudadano, cualquiera sea su origen, deba apelar al mismo para defender sus derechos políticos. Tampoco es cierto que frente al CNE solo se encuentren ciudadanos genuinamente preocupados por la democracia. Junto a gente comprometida de todas las edades, también vi a representantes de lo peor de la vieja casta política nacional, tratando de pescar a río revuelto lo que sea. Ni se diga de aquellos que esperaban del voto manabita una dádiva electoral, como si la dignidad se midiese en latas de atún. Ojalá no se bajen luego de la camioneta, como cuando defenestramos de forma ilegal a Abdalá Bucaram (sí, fue ilegal, aunque no nos guste y le demos las vueltas).

Pero dentro de esa variopinta multitud sí había algo que destacar, algo que nos debe llamar a la reflexión: una genuina preocupación de que el fraude se haga presente. No se trata de creer a pie juntillas mensajes delirantes y exabruptos risibles, pero no hay cómo negar que la imagen de transparencia del actual régimen está seriamente desgastada, y desde el poder la respuesta siempre ha sido la misma: la risita soberbia, la descalificación y caricaturización del otro, que ya sea ecologista infantil, gordita horrorosa, vendedora de maquillajes, pelucón vendepatria (¡Qué léxico más rico el del compañerito!), es siempre un inferior intelectual ante un presidente que hasta diseña cuartos de hospital en sus sabatinas. Sí, sí vi restos de material electoral quemado; hablé con gente que grabó vídeos, conocidos y amigos que pasan obligatoriamente un pellizco de su sueldo porque de lo contrario se quedan sin chaucha. Me cuesta entender cómo el conteo oficial lleva horas de avanzar a cuentagotas cuando el domingo hasta las 11:00 PM superamos el 77%. Esto no se trata de preferencias políticas: no hay década ganada cuando todo un sistema político se estructura para perennizar a un partido, cueste lo que cueste. Aquí no hay carretera que valga ni CAPAYA que justifique.

Escribo estas líneas antes de volver al CNE. No, no me mueve una filiación partidista, porque no la tengo; tampoco porque viva en un sector medio alhaja de Quito o porque quiero que regrese la partidocracia: iré porque tengo la triste convicción de que luego de visto lo visto, de vivido lo vivido, prefiero ser ingenuo antes que indolente. Porque este país me duele. ¿Y a ti?

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