Fake news y el peligro de la desinformación

Samuel Uzcátegui

Quito, Ecuador

De acuerdo a The Washington Post, el presidente Donald Trump miente o exagera en sus comentarios un promedio de 23 veces al día. En Latinoamérica ni siquiera existe una cifra con respecto a la verificación de información que cuestione a las versiones oficiales, y el periodismo en la actualidad deja mucho que desear al respecto. En la eterna búsqueda por clicks, varios medios se transforman en propaganda y no son más que una cámara de eco de noticias falsas que los ayuden a impulsar narrativas y construir discursos de poder para sus beneficiarios. Es evidente que no existe tal cosa como la verdad absoluta, pero la proliferación de las noticias falsas es un peligro para el periodismo y la democracia, por lo que debe existir una organización en la sociedad para identificar y combatir ésta creciente amenaza.

Al ojo común es muy sencillo determinar cuando una noticia es falsa, porque suele tener títulos alarmistas, ausencia de fuentes o simplemente es una situación ridícula o improbable. El problema nace cuando viene de un medio medianamente respetado que cuenta con una plataforma veraz, o cuando un mandatario ofrece cifras que son difíciles de comprobar por la ausencia de información al respecto. Facebook e Instagram cuentan con alertas que avisan cuando el contenido de una publicación es falso, y en Occidente se está popularizando la creación de departamentos dedicados al ‘fact-checking’, que trabajan para verificar los comentarios generados por instituciones públicas y privadas y los califican como ciertos o no. Los bemoles a los que se enfrentan estos departamentos es que le dan más atención a la mentira que a la verdad, y que su distribución de información es reducida y por ello el alcance de sus investigaciones es limitado.

En una región como la nuestra, donde el autoritarismo crece a pasos agigantados y el periodismo de trincheras es el pan de cada día, cuestionar la información a los mandatarios se hace cada vez más peligroso. En abril de este año, en una de sus longitudinales charlas matutinas, el presidente López Obrador tuvo un altercado subido de tono con el periodista Jorge Ramos. Ramos cuestionó al mandatario mexicano al hablar de la inseguridad en México y del creciente número de asesinatos, brindando datos e información de las agencias de seguridad del país, que reflejaban que la tasa de muertes violentas había aumentado un 20% desde que asumió la presidencia el líder de Morena. AMLO descalificó el planteamiento de Ramos y dijo que tenía otros datos, por lo que las cifras dadas eran falsas. Posteriormente, el séquito de seguidores del presidente acosó al periodista Ramos por redes sociales, alimentando el pensamiento que tanto ha alimentado su jerarca, que es llamar “prensa fifi y deshonesta” a cualquier medio de comunicación que lo confronte.

Otros, como el dictador Nicolás Maduro y en su momento el golpista Hugo Chávez, cuentan con una maquinaria propagandística como TeleSur y medios aledaños a su tren de pensamiento, que replican sus falsas cifras y lo ayudan a construir la narrativa de que la violencia ‘imperialista’ norteamericana es la culpable de la terrible situación en el país. Y, evidentemente, esta red de propaganda se extendió a la merced de todos líderes del socialismo del siglo XXI. Gracias a esto, muchos periodistas se han convertido en negacionistas de crisis humanitarias y apologistas de dictadores. Son palangristas y opinadores a sueldo que no hacen más que repetir las versiones oficiales de un país con instituciones quebradas por la corrupción. Lo mismo ocurrió cuando surgió una información falsa durante el paro en Ecuador, diciendo que el gobierno ecuatoriano daba bonos a los ciudadanos venezolanos. Ésta noticia enardeció a los manifestantes, alimentó la xenofobia y la propia inacción de las instituciones gubernamentales y los medios de comunicación para desmentir esto exacerbó la retórica anti-migrantes que lleva meses gestándose en este país. 

Las noticias falsas y la desinformación en general sirven para adormecer a las masas, desviar la atención de los verdaderos problemas y que los responsables de dichos problemas no asuman las consecuencias. Funciona para crear dicotomías y discursos de odio. Con el emergente fenómeno del sesgo de confirmación, todos creen tener la razón. Si se busca información que solo apoye nuestras convicciones personales, siempre la vamos a encontrar. Si somos periodistas ‘grabadoras’, como dice Jorge Ramos, que solo repetimos lo que dicen los demás y no cuestionamos la información, existe un mercado para ello.  

Pero a la larga, esto es contraproducente, tanto para el oficio, como para una sociedad que tiene el pleno derecho de estar informada. Todos los días vemos noticias falsas, no hay excepción. La información es un negocio, y en las actuales poblaciones, la polarización vende más que cualquier otra cosa. Lo rentable no es ser veraz, el periodismo se ha convertido en un concurso de popularidad. Ni siquiera se cuestionan las publicaciones, y si dan datos erróneos, no se disculpan. Más bien, entre medios se mimetizan y la mentira crece aún más, porque sienten que si uno ya publicó la información falsa todos deben hacerlo.

Es momento de ver el periodismo con un ojo más crítico, y por más que el problema de las noticias falsas involucre a los comunicadores, todos tenemos una responsabilidad. A que le damos retweet, que compartimos, que publicamos, todos somos comunicadores en las redes sociales así no tengamos un título universitario que lo avale. El contenido que consumimos es nuestra decisión, y en la actualidad estamos incluso sobre-informados en muchas ocasiones, por lo que no hay excusa para hacer eco de publicaciones falsas o justificar la mala praxis periodística. La incapacidad de muchos medios para adaptarse al avance está condenando al periodismo a dejar de representar el concepto del cuarto poder (que ya está un poco trillado) con el que solía llamarse, y a convertirse en una herramienta más de los líderes de opinión para impulsar sus tan peligrosas narrativas. La muerte del periodismo es la muerte de la democracia, y está en nuestras manos, sea como ciudadanos o como profesionales de la información, garantizar que esto no ocurra y tomar las riendas del asunto. Arrancar el problema de raíz, reconociendo nuestro lugar y responsabilidad en las redes sociales y lo perjudicial que puede ser compartir información falsa, así no sea malintencionada.

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