García Márquez y la turbulenta patria del olvido

Carlos Jijón

Guayaquil, Ecuador

He llorado a mares con la obra de Rodrigo García (“Gabo y Mercedes: una despedida”) que narra los últimos años de su padre, el gran escritor Gabriel García Márquez, que murió en 2014, a los 87 años, aquejado por el alzheimer. El libro me lo regaló mi amigo Marco Bustamante, que es casi tan despistado como yo, y que probablemente no pensó en el impacto que me iba a causar, meses después que esa enfermedad cognitiva había entrado en mi familia.

Marco y yo hemos amado la literatura de García Márquez desde que éramos jóvenes. A los 20 años, usualmente acompañados de cervezas, acostumbrábamos largas tertulias sobre casi cualquier novedad que se hubiera publicado sobre él. Y últimamente, como un tributo de amistad, acostumbra regalarme todo libro sobre Gabo que hubiera salido al mercado.

Es cierto que nuestros amigos más cercanos intentan evitar situaciones que puedan afectarnos. Fuimos advertidos, por ejemplo, de abstenernos de ver “El Padre”, la película por la que Anthony Hopkins ganó el Oscar interpretando el papel de un hombre que se deteriora por la pérdida de su memoria. Pero no encontré raro que en su último viaje a Guayaquil (Marco vive en Nueva York), llegara con el libro del hijo de Gabo para entregármelo con la alegría de siempre.

El alzheimer de Gabo fue uno de los secretos mejor guardados de la industria editorial durante las últimas décadas. Paradójicamente una de sus últimas obra había sido un formidable ejercicio de la memoria: “Vivir para contarla”, en que narraba sus años de infancia y juventud. Probablemente entonces él tampoco sabía que la enfermedad ya había empezado. Dicen que cuando los síntomas empiezan a ser evidentes, el olvido ha empezado a desarrollarse ya hace unos diez años. Lo cierto es que después de leerla nos quedamos esperando una segunda entrega que nunca llegó. Dos años después publicó sus «Memorias de mis putas tristes», que fue su última novela.

Rodrigo García no nos da detalles sobre cómo enfrentó el escritor la noticia de que tenía la dolencia. Cuando el diagnóstico llegó a mi familia, yo lo sentí como un golpe demoledor que iba a transformar para siempre mi vida y la de todos nosotros. García se limita a contarnos que algún momento después de los ochenta años, su padre había empezado a vivir estrictamente en el presente, sin la carga del pasado, y libre de expectativas del futuro.

Gabo recuerda a Mercedes como su mujer, como su compañera de toda la vida, a la que ama, pero no la reconoce cuando la tiene enfrente y la trata de impostora, clamando que traigan a la verdadera. Pregunta a la enfermera quiénes son esos hombres que han venido a visitarlo y que han sido tan atentos con él. Cuando le responden que son sus hijos, se sorprende: “¡Carajo!”, dice. “Esos hombres tan viejos”.

Sin la maestría de la menor de las obras de sus padres, Rodrigo García va contando detalles deliciosos para sus devotos (como que la novela los Idus de marzo, de Thorton Wilder, estuvo en su mesa de noche al menos la mitad de su vida), aunque el objeto del libro es en realidad una crónica de los últimos días, desde que le diagnosticaron el cáncer de hígado que finalmente lo llevó a la tumba.

Pero el libro no acaba con su muerte, sino después de la de Mercedes, la joven boticaria de mirada egipcia que aparece en Cien años de Soledad, que nació y creció en el fin del mundo, en Aracataca, y que al final de su vida se había transformado en una mujer que alternaba con naturalidad con las celebridades más importantes del mundo, entre Jefes de Estado y los intelectuales más encumbrados.

Es cierto que “Gabo y Mercedes:  una despedida” es una obra menor. Me parece indispensable, sin embargo, para los cultores de su obra. Aunque no precisamente un epílogo. No deja de ser sorprende la cantidad de libros que se han publicado en los últimos meses sobre un hombre que murió hace ya varios años. Alfaguara, por ejemplo, acaba de reeditar el libro de Mario Vargas Llosa «García Márquez: Historia de un deicidio». Y la misma editorial ha publicado un libro con la trascripción de una mesa redonda, en los ya lejanos años 70, entre Vargas Llosa y García Márquez, sobre la literatura del boom.

Admito que no pude evitar un sentimiento de angustia mientras leía sobre las últimas horas de un escritor del que he leído todo lo que ha escrito y gran parte de lo que se ha escrito sobre él, y sé que algunas de las lágrimas que se escaparon estaban más relacionadas con mi propia angustia. Lo imaginé volando entre el rumor oscuro de las últimas hojas heladas de su otoño hacia la patria turbulenta del olvido, como escribió él mismo en el Otoño del Patriarca, agarrado de miedo a los trapos de hilachas podridas del balandrán de la muerte y ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a las calles cantando… Y agradecí a Marco por haberme regalado el libro.

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