Velasco Ibarra y el artilugio del poder

Edgar Molina Montalvo

Quito, Ecuador

En 1968, Velasco Ibarra había asumido por quinta vez la presidencia de la República. Era un récord mundial de elección democrática, así como luego, en 1971, lo fue en el hecho de declararse dictador por cuarta vez. Le llovían las impugnaciones, los ataques, las denuncias de los atropellos y malos manejos de la cosa pública.

En un alarde de transparencia, Velasco ordenó que sus críticos acudan al despacho presidencial y, con pruebas, sostengan las imputaciones ante él mismo. Yo no había caído en cuenta que mi coideario liberal, Abdón Calderón Muñoz, estaba conminado a venir de Guayaquil y presentarse en la Presidencia a fin de evacuar sus públicas denuncias. Una tarde llegó a la oficina de mi amigo Pedro José Arteta, que se encontraba en la Avenida Amazonas de Quito. Al entrar me sorprendió ver, además, a los doctores Arsenio Vivanco Neira y Armando Pareja, abogados liberales, quienes me contaron que estaban designados para acompañar a Abdón en la conminatoria de Velasco.

Casi a punto de salir a la cita, Abdón dijo que se vería bien que los acompañe un joven y me pidió ir con ellos. Me uní al grupo y salimos a la cita con el dictador civil en el Palacio de Gobierno. Era una tarde del verano de 1972.

Al llegar al Palacio Presidencial nos condujeron al Salón de Gabinete, donde había una larga mesa con sillones a los costados y, en el medio de la cabecera, un sillón solitario. En el flanco derecho estaban el secretario de la Administración y los ministros en pleno. En el flanco izquierdo nos sentamos: Abdón, inmediatamente cercano al sillón presidencial, y luego sus tres acompañantes.

El ambiente era tenso, un silencio natural naufragaba a veces en el cuchicheo ministerial. De pronto entró Velasco Ibarra. Todos de pie. Reinó el silencio. En ese momento me invadió la imagen del redentor esperado y empolvado que había visto por segundos en la carretera de entrada a Quito, cuando yo tenía seis años, en mayo de 1944. Era la imagen de la autoridad. Alto y enjuto. Elegante, pulcrísimo. Lentes opacos, que impedían ver sus ojos, que no obstante se sentían de penetrante mirada, siempre al frente. 

Tomó asiento en el sillón presidencial y sin mirar a ningún lado preguntó cuál es el motivo de esta reunión. El secretario contestó: “Su excelencia ha dispuesto que el Economista Abdón Calderón acuda a sostener las imputaciones que se han publicado en periódicos del país sobre irregularidades en el desempeño de la gestión de gobierno”. “¿Está aquí ese ciudadano?”, preguntó el que había sido el gran ausente. “Sí, señor presidente, estoy aquí”, contestó Abdón. “Que diga lo que tenga que decir sobre sus acusaciones”, ordenó Velasco.

Y Abdón, exhibiendo un Registro Oficial en que se publicaba un listado de exoneraciones del impuesto a la importación de artículos deportivos, leyó el listado de varillas de hierro para la construcción, por toneladas, que obviamente no correspondían a la actividad deportiva que justificaba la exoneración. Mientras Abdón leía el Registro Oficial y la irregularidad se hacía obvia, el rostro de Velasco Ibarra se endurecía y parecía que miraba al sector de los ministros, cariacontecidos porque la prueba instrumental era incuestionable. 

Terminada la intervención de Calderón, Velasco dijo: “Que conteste el ministro”. El aludido se levantó y empezó diciendo: “Antes de referirme a la infame acusación, Excelencia, usted debe saber quién es el sujeto que trata de desacreditar su gobierno y personalidad histórica”. Y acto seguido sacó una frondosa colección de recortes de periódicos y revistas de todo el país, incluso de años atrás y sobre múltiples situaciones políticas, en que Calderón había criticado sistemáticamente a la gestión de los gobiernos velasquistas y en las que no economizaba adjetivos.

Al escuchar las ácidas acusaciones e interpretaciones contra su gestión y los antecedentes que inevitablemente rodeaban la política de Velasco Ibarra, que llevaba una vigencia de cuarenta años, el rostro del cinco veces caudillo se endurecía aún más. El ministro no se refirió, en nada, a la acusación emanada del acto obviamente irregular que constaba en el Registro Oficial. 

Entonces, Abdón Calderón, interrumpiendo al ministro y en voz alta, exigió que se remita al motivo de la comparecencia. Velasco Ibarra entendió que el ministro estaba vencido y, como no podía asimilar la realidad, estalló y, con sonora voz y contundente autoridad, manifestó: “¡Este calumniador, todavía se atreve a alzar la voz!” Y luego, dirigiéndose frontalmente a Calderón, le dijo: “¡Silencio, calumniador!”.

Abdón contestó en voz alta: “¡No me grite, señor presidente!” Velasco Ibarra se levantó, golpeó violentamente la mesa y, dando la espalda a la reunión, se retiró a su despacho. Los ministros se quedaron atónitos, sin poder hablar. Un tenso silencio invadió el ambiente. En medio de la incertidumbre, dirigiéndome e Abdón  Calderón y los acompañantes dije: vamos. Y empezamos a salir. Nadie nos detuvo. En medio de la tensión y el dramatismo me asaltó el recuerdo de la referencia que sobre Velasco Ibarra me hiciera Ho Chi Ming, en Hanoi, en agosto de 1961. Lo consignaré en la en la siguiente entrega.

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