
Guayaquil, Ecuador
Una característica fundamental para comprender la época en que vivimos es la pérdida de diferenciación de significados y el aumento de la pseudo-sinonimia de términos. Esto inclina al sujeto a entrelazar conceptos a través de términos que, en realidad, aluden a dos observaciones fundamentalmente diferentes. Tal es el caso de libertad y derecho. Esta pérdida de distinción, visible en tantas áreas de la comprensión de fenómenos sociales, políticos y económicos, causa severas tergiversaciones que afectan al individuo en materia ideológica, su sistema de creencias y, por ende, tanto su conducta como las consignas que inconscientemente repite.
Las palabras no son en vano, y en nuestro idioma español —rico como él solo—, mucho menos. Varias doctrinas, desde el budismo hasta la tradición judeocristiana, hacen énfasis en el uso moderado y preciso del lenguaje: los primeros abogan por el no uso del verbo en situaciones que no lo ameritan, o en las cuales uno no es conocedor de determinada temática; los segundos mencionan enfáticamente que no lastima al hombre lo que entra por su boca, sino lo que sale de ella.
Es fundamental el rasgo cognitivo de la diferenciación, es decir, ser capaces de hallar entre conceptos de aparente similitud los puntos neurálgicos que los hacen esencialmente distintos. Sin ello no solo podríamos no distinguir la grave diferencia entre libertad y derecho —con todos los procesos que cada uno conlleva—, sino que podríamos incluso llegar a no distinguir entre el bien y el mal. Conceptos que el relativismo cultural pretende estirar a una conveniencia política que trasciende ideologías y que recula en la deconstrucción de una sociedad cuyos valores la sostuvieron por miles de años.
Ahora bien, es frecuente el uso de la palabra derechos como si fuesen libertades, como si derivaran en la libertad, cuando podría incluso argumentarse que tienen una causa y un efecto diametralmente distintos. El derecho es una invención humana, mientras que la libertad es una condición humana; el derecho es asignado y la libertad es conquistada. No se puede comprender el ejercicio de uno como si fuese el otro, porque precisamente no son lo mismo.
El derecho es un conjunto de normas que maduraron en instituciones y regulan la convivencia social, provenientes del monopolio legítimo de la violencia: el Estado. El Estado, en su variopinta gama de versiones, asigna al individuo la potestad de ejercer pasiva o activamente el derecho. Esto implica que el ciudadano debe pedir su derecho —en tanto no se perciba receptor del mismo—, lo que a su vez implica que el Estado debe darle su derecho.
En ese contexto, el individuo no es libre por el ejercicio de derechos. Depende del Estado para el funcionamiento de varias actividades o para la corrección de contravenciones, lo cual propicia su carácter contemporáneo aletargado, descansando su creatividad, competitividad y capacidad de lucha en un Estado de bienestar que —en palabras de Ayn Rand— está a un paso de ser un Estado totalitario.
Por otra parte, la libertad es una característica en potencia que define al ser humano en tanto lo hace capaz de escoger en función de la comprensión de su entorno y de su mundo interior. Esperemos no llegar a que eso sea un derecho. La libertad es una conquista, porque requiere una variedad de procesos tanto antropológicos como sociales y espirituales que el individuo debe atravesar solo. Para estos procesos, el individuo se nutre de la sociedad, partiendo de su más pequeña e importante célula: la familia.
La libertad no puede ser otorgada por el Estado; este puede fomentar condiciones para que al ser humano se le facilite la conquista de la libertad, cuyas acciones estarían mayoritariamente en negativo, como por ejemplo: no incurrir en una guerra, no incurrir en adoctrinamiento, no incurrir en corrupción. Lastimosamente, al Estado —al igual que a la mente humana— computar comandos en negativo le ha sido una complicación histórica, con sus debidas excepciones.
Sin embargo, la libertad es el proceso no en el cual uno deja —por ejemplo— de ser católico para volverse musulmán, sino el proceso a través del cual uno deja un bagaje de creencias para observar desde fuera el lugar donde se crió, y escoger volver o migrar, haciéndose cargo de las vicisitudes de ambos caminos. ¿Dónde está la complicación de creer que la libertad y el derecho son lo mismo? En el exceso de asignación de poder al Estado a través de la transferencia de poder a ideas, en determinados contextos monopolizadas por organizaciones políticas que pretenden enarbolar la exclusividad de las mismas.
A medida que los ciudadanos estruendosamente exigen derechos creyendo que los harán libres, se encierran en las cuatro angostas paredes de un sistema de creencias que no son capaces de comprender, y que —como no son capaces de comprender— no son capaces de escoger libremente, desde por qué repiten “todas las luchas se juntan” o “¡Viva la libertad, carajo!”, hasta el voto que en su conjunto termina dirimiendo el futuro de un país entero.
La raíz de esta incomprensión recae, como muchas veces, en las áreas de mejora del sistema educativo, pero también de la cultura política. No somos formados ya para pensar, sino para aprobar una materia; no nos enlistamos en un partido político para firmemente hacer oír nuestra voz, sino para votar. Si la academia enseñara, no precisamente de modo diferente, sino de una manera metódicamente coherente con las realidades que humanamente pueda atisbar, entonces tendremos seres humanos que —al menos por asociación— van a preguntarse: ¿cuál es la realidad? Y he ahí el comienzo de la libertad.
El conocimiento de la ignorancia es el inicio de la ciencia, una de las tantas formas que tiene el ser humano para conocer la realidad y acercarse dolorosamente a la libertad. No que ser libre duela, sino que observar fuera de nuestros privilegios y complejos es una sucesión que implica dejar atrás algo a lo que nos acostumbramos, algo a lo que nos aferramos, algo que creímos verdad y que quizás no lo es —o no lo es del todo.
En este momento de la historia, en el cual las sociedades se ven asediadas por sobredosis de información, inteligencia artificial no comprendida, guerras económicas y convulsiones sociales de compleja interrelación, el humano no puede prescindir de separar conceptos como si fuera distinguir colores, olores, peligros y bondades que el mundo —tan orgánico como inorgánico— tiene para ofrecer. Quizás deberíamos orientar más nuestro accionar hacia la consecución de la libertad que hacia la consecución de derechos, los cuales, dicho sea de paso, dan una tarea más al Estado… como si no tuviera nada que hacer.
No tengamos miedo de alzar la voz. No tengamos miedo de pensar. No tengamos miedo de ir contracorriente, si es que realmente corresponde hacerlo. El derecho nunca le va a dar al ser humano lo que la libertad sí otorga como justo intercambio al esfuerzo de comenzar de cero: la capacidad de ser uno mismo.