La efímera gloria

Jesús Ruiz Nestosa

Salamanca, España

Las imponentes puertas de bronce se abrieron lentamente y a medida que la abertura se iba ensanchando, se podía ver a un grupo de hombres llevando en hombros un féretro. Era el de Francisco Franco que abandonaba el Valle de los Caídos, la faraónica construcción que hizo levantar él para su eterna gloria y en la que sus restos reposaron cuarenta y cuatro años.

Después de una batalla que duró años, se logró que su ataúd fuera retirado de un sitio que es subvencionada con dinero público y que un buen número de españoles consideraba que era un contrasentido mantenerlo allí; una afrenta a la democracia. Fue una batalla con varios frentes: la justicia, los descendientes del dictador y la Iglesia española. Los obstáculos fueron cayendo aunque hasta el último momento el prior de los benedictinos, orden que tiene a su cargo el cuidado del lugar, anunció que denunciaría lo que él tachaba de “atropello” a las altas autoridades de la iglesia de España, a la justicia e, incluso, al Vaticano. Todo ello resultó en vano.

Cuando se pudo ver la totalidad del cortejo, quienes llevaban el ataúd eran los nietos y bisnietos del dictador, encabezados por Francisco Franco (a quienes dicen Francis para diferenciarlo) el mayor de todos ellos y heredero del título nobiliario de la familia. El ataúd tuvo que ser puesto sobre una base de madera debido al mal estado en que se encontraba y no resistiría su traslado. Lo cubría un pendón rojo con el escudo de la familia y nada más que una gran corona de laureles con una cinta con los colores de la bandera de España.

El acto fue diseñado al milímetro. No se permitió el acceso más que a los 22 nietos y bisnietos y representantes del Gobierno como testigos de todo lo acontecido. Entre ellos la ministra de Justicia, Dolores Delgado; el secretario general de Presidencia, Félix Bolaño y el secretario de Estado de Comunicación Miguel Ángel Oliver. Un helicóptero del Ejército del Aire fue el encargado de trasladar el féretro desde el Valle de los Caídos al cementerio de Mingorrubio de El Pardo, a unos 35 kilómetros, donde se encuentra el panteón de la familia y está sepultada la esposa del “generalísimo”.

Todo se hizo dentro de la mayor austeridad sin desborde de ningún tipo y no carente de solemnidad ya que la sociedad civil lo recibía como un alivio al negarle la fastuosidad de un mausoleo al responsable de una guerra cruel y despiadada. Ahora quedan 114.226 tumbas anónimas que encontrar a lo largo de toda la geografía española, donde se encuentran las víctimas de la larga dictadura: fusilados, asesinados, dejados morir de frío, de hambre, de enfermedad.

Ya en el cementerio de Mingorrubio, en los alrededores de Madrid, la ceremonia quedó en manos de la familia. No acudió la multitud que se esperaba, no más de trescientas personas, entre ellas el exteniente coronel Antonio Tejero, el mismo que asaltó las Cortes, revólver en mano el 23 de febrero de 1981, encabezando un golpe militar que fracasó. La misa que se celebró estuvo a cargo de su hijo, el padre Ramón Tejero. Mientras afuera, la poca gente que se había reunido, cantaba con el brazo en alto, haciendo el saludo fascista, la marcha “Cara al sol”, el himno de la Falange Española.

Es llamativo que todos los dictadores, sean del signo que sean, terminan queriendo competir con los faraones egipcios y se empeñan en hacer construir panteones imponentes que habrán de servir, cuando estén muertos, a perpetuar su gloria. Lastimosamente, para ellos, esos monumentos destinados a hacer perdurar su nombre, un poco después, un poco antes, terminan demolidos por quienes sufrieron su despotismo. Convenzámonos que la gloria de este mundo es transitoria.

  • Jesús Ruiz Nestosa es periodista paraguayo. Su texto ha sido publicado originalmente en el diario ABC Color, de Paraguay.

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