Hacer empresa

Por Bernardo Tobar Carrión

Hacer empresa es probablemente una de las formas más gratificantes de canalizar la creatividad, de ejercitar la capacidad multiplicadora inherente a la condición humana. Más que en cualquier otra actividad, exceptuando quizás ciertos deportes, hacer empresa es esencialmente un proceso de construcción de equipos, de orientarlos a logros colectivos, de enamorarlos de una visión, de búsqueda incesante de talento, de desarrollo constante de capacidades, de lograr lo mejor de los demás.

Y como no hay empresa exitosa que funcione con gente frustrada, temerosa de equivocarse o de incomodar a sus jefes, es también en este ambiente donde florecen los liderazgos más auténticos, los que se basan en visiones inspiradoras, donde la satisfacción de cumplir una meta, de probarse ante un desafío, de conquistar terrenos inexplorados, movilizan más poderosamente que las amenazas, los controles, las sanciones, modelo de autoridad colonial. Margaret Thatcher solía decir que el liderazgo es como ser mujer: mala cosa si tienes que recordarlo. Pienso en estas palabras cada vez que oigo frases a tenor de “ya vas a ver con quien te metes, aquí mando yo…”.

Hacer empresa es también un ejercicio de generosidad, de desprendimiento constante, donde tienen poca cabida los egos hipertrofiados y las prima donas. Nada interfiere más con el crecimiento exponencial de la suma de aportes individuales orientados al logro del equipo que la gente preocupada tanto de su propio reconocimiento, que reserva buenas ideas por temor a que diluyan su paternidad en el caos creativo del grupo, o reparte bolas a cuenta gotas para que otros no brillen con los goles o, peor aún, se rodea de mediocres para que no le hagan sombra.

Y también la empresa aporta con el elemento de mayor beneficio colectivo, el empleo, que más que la fuente de un salario, es un espacio de creación y realización personal, una plataforma de servicio a los demás -aunque hay todavía quien lo ve como una suerte de celda donde se concreta la explotación del hombre por el hombre-.

Y está ese componente, tan temido como maltratado, el mercado, que cuando es realmente abierto, libre, solo tiene un rey: el consumidor. Porque en mercados libres, al consumidor no hay decreto que le obligue a preferir un producto, a pagar un precio fijado por la autoridad, a conformarse con un mal servicio del único proveedor que goza del favor oficial. Y por lo tanto, hay riesgo, no hay otra garantía de éxito que el propio acierto en la visión, en las estrategias, en la calidad de las personas. Por eso, el mercado es mala palabra para los mediocres, para quienes no confían en sí mismos ni, por la misma razón, confían en los demás, que por lo tanto, dejan de ser seres enteramente libres y pasan a ser, como los incapaces, tutelados por el Estado. Hacer empresa, pequeña o grande, es también un acto de valor permanente.

La cultura, el arte, el deporte, la labor social suelen ser reconocidos, pero poco se entiende del mérito humano y espiritual que hay detrás de un producto exitoso en un mercado libre.

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