La solución de los bárbaros

Por Fernando Balseca

Cuando la realidad excreta acciones e informaciones muy confusas –como la de unos izquierdistas que exhiben un empuje autoritario tremendo sostenido en una razón de Estado–, el arte es capaz de ofrecer comprensiones más o menos satisfactorias acerca de la vida. Por eso los poetas –y no los políticos– permanecen en la memoria de la gente a través del paso arrasador del tiempo. Constantino Cavafis nació en Alejandría en 1863 y obsequió en griego a la humanidad un texto lírico sobrecogedor, Esperando a los bárbaros, que hoy nos auxilia para asentar nuestra conciencia sobre terrenos más firmes.

En esos versos, los senadores, el emperador, los cónsules y los pretores de una ciudad imperial se acicalan de manera especial porque conocen que van a llegar los bárbaros y se aprestan para recibirlos. Los legisladores cesan de legislar; el emperador madruga y se sienta en el trono; los cónsules y los pretores ostentan togas, anillos, báculos de plata y oro. Mas al final de la jornada la confusión y el desconcierto priman, los espacios públicos se vacían, los rostros de los poderosos se agrían y, compungidos, vuelven a sus casas pues ya es de noche y los bárbaros no han comparecido: “Algunos han venido de las fronteras / y contado que los bárbaros no existen”.

En 1980 el escritor sudafricano J. M. Coetzee (premio Nobel de Literatura 2003) publicó la novela Esperando a los bárbaros: un veterano funcionario judicial estacionado en los extramuros de un imperio recibe a las fuerzas armadas que buscan detener el avance amenazador de los bárbaros. Pero, según su larga experiencia, los calificados de bárbaros son pobladores apacibles, nómadas que sobreviven en condiciones extremas, sin hacer daño a nadie. Entonces los delegados del orden estatal empiezan a señalar a cualquier campesino o pescador como bárbaro y comienza una represión inhumana sin sentido. El puesto fronterizo se llena de prisioneros y torturados.

Los inocentes son transformados en culpables. La novela transmite un ambiente de terror y el absurdo de las acciones político-policiales se instala en el lector. Los discursos del poder se afanan por vendernos realidades inexistentes; en cambio, la literatura nos entrena para contradecir las afirmaciones oficiales. Nada en estos tiempos es tan subversivo como las artes. El funcionario –que trata de contener los disparates del poder– cae en desgracia y, visto como cómplice de los bárbaros, es acusado de alta traición, apaleado y vejado; incluso juegan con él en la horca. Las tropas incendian y saquean las aldeas. Pero los bárbaros no aparecen.

“Aquí estamos en paz, no tenemos enemigos. A menos que me equivoque. A menos que nosotros seamos el enemigo”, reflexiona el anciano. En ausencia de ese otro monstruoso que requiere el poder para explicitar su lado perverso, cualquiera se puede convertir, de la noche a la mañana y sin aviso previo, en un enemigo peligroso solo por el hecho de no arrodillarse ante el altar del poder. El vano deseo de que no se acabe el tiempo del imperio ha obnubilado a los dominadores. No existen esos bárbaros que han imaginado. Es una lástima, pues, en el poema de Cavafis, para ellos “esa gente, al fin y al cabo, era una especie de solución”.

* El texto de Fernando Balseca fue publicado originalmente en El Universo

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