Mi muerte fue una exageración

Por Martín Santiváñez Vivanco
Lima, Perú

Se engañan los que sostienen que la desaparición física de Hugo Chávez solucionará las graves fracturas del proceso político venezolano. Desde su fundación, el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), aspira a consolidarse como el instrumento transmisor de la herencia política del Comandante. Es cierto que, sin el líder bolivariano, Venezuela ingresará en una especie de “primavera tropical” impulsada por las fuerzas regeneradoras de la democracia y la inercia social de la nueva coyuntura. Sin embargo, es tan grande la impronta de la cultura política populista, que el chavismo, a mediano y largo plazo, seguirá gozando de buena salud.

Consciente de ello, el Comandante ha optado por fomentar con mayor intensidad el mesianismo de su liderazgo: “Chávez ya no soy yo, Chávez está en las calles y se hizo pueblo, es esencia nacional”. El presidente venezolano no exagera. El Comandante puede desaparecer de la faz de la tierra, pero su muerte no liquidará la cultura política, el ethos que explica su encumbramiento. El chavismo es el producto de una democracia de baja intensidad, profundamente desigual e ineficaz. La historia venezolana (Páez, Gómez, Pérez Jiménez, etc.) no se comprende sin el cesarismo. Chávez es una expresión más de esa patología filo-populista que debilita a las repúblicas desde la independencia. El híper-presidencialismo ha provocado que algunos mandatarios actúen, según el viejo apotegma de Víctor Andrés Belaunde, como “virreyes sin juicio de residencia”. La omnipotencia del poder ejecutivo debilita a las democracias latinas.

Este populismo, enraizado en una cultura política proclive al autoritarismo, mitifica a los detentadores del poder. Así ha sido con todos los césares latinos, desde Porfirio Díaz hasta Perón, más si son militares. Bolívar, genial en sus intuiciones, republicanizó el deísmo cultural, fomentándolo con fines prácticos. La “oración de Pucará” recitada por José Domingo Choquehuanca en honor al Libertador denota el profundo mesianismo de nuestros pueblos: “Quiso Dios formar de salvajes un gran imperio; creó a Manco Cápac; pecó su raza y lanzó a Pizarro. Después de tres siglos de expiación ha tenido piedad de la América y os ha enviado a vos. Sois pues, el hombre de un designio providencial”.

En nuestros días, el hombre del “designio providencial” se enfrenta a un cáncer fulminante. Y por eso intensifica, en la estela de Bolívar, la vertiente mesiánica de su liderazgo. Toynbee tenía razón cuando aseguró que el marxismo revolucionario es, de alguna manera, una herejía judeo-cristiana, una desviación política que precisa de un caudillo —“redentor” según el último Krauze— capaz de forjar coaliciones eficaces para, alternativamente, liquidar a la fronda aristocrática o liderar a las masas golpistas. La gran coalición que respalda al chavismo puede resquebrajarse ante la ausencia del líder, pero sus elementos volverán a aglutinarse si la alternativa democrática naufraga en una política excesivamente formal, desorganizada y rupturista.

Por eso, Chávez acierta plenamente cuando afirma que si muere, el espíritu de la revolución permanecerá en “en el cuerpo nacional, en el alma nacional, en la tierra nacional”. Esto es, en las instituciones informales o en aquello que el novecientos denominaba “psicología de la nación”. En esencia, el mesianismo es una teología de poder (“Despierto cada cien años, cuando despierta el pueblo”). En tanto falsificador del corpus mysticum religioso, el populismo bolivariano apela al sentido “misional” de la política social. Este mesianismo político fomentará la supervivencia del caudillismo, aunque el Comandante desaparezca de la esfera pública. La enfermedad no sólo la padece Hugo Chávez. El cáncer corrompe a gran parte de una sociedad que se alimenta del Estado de manera consuetudinaria. Y mientras esta tradición no sea combatida con libertad eficaz, desarrollo solidario y educación democrática, cada cierto tiempo, los caudillos retornarán.

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