Valores y secretos de familia

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Nadie se libra del vicio, especialmente los más pacatos, los meapilas fanáticos, los perfeccionistas de salón -fuera del salón no hay perfeccionismo posible-, los que gustan del rito y las formas, de la máscara folclórica y procesional para disimular las arrugas de la cotidianidad. Yo me rehúso, por estas prevenciones, a simpatizar con quienes barren su basura bajo la alfombra del convencionalismo, del secreto de familia, de la pose religiosa -que no es lo mismo que la espiritualidad genuina-.

Y los hijos -pues esta página trata ahora de padres e hijos-, no aceptan ya un itinerario. Quizás una brújula, una guía de navegación, que el norte es cosa personal. No es que la verdad sea relativa, es solo que cada cual aspira a conocerla a su manera. El tema sobrepasa el dogma, los hijos quieren argumentos; más que respuestas, quieren poder formular libremente sus preguntas, ejercer por hábito formativo el cuestionamiento sistemático, llegar a convicciones recorriendo sus propios caminos. Más que memorizar las fronteras ideales que separan el vicio de la virtud, los hijos querrán ensayar un poema inédito con su propia música.

Creo que en esta materia la tendencia paterna -y de tutores, profesores y de cuantos ejercen algún grado de responsabilidad formativa en los niños y jóvenes- a representar perfección, simulada, forzada, hasta disfrazada si falta hace, es contraproducente. Los hijos se percatan pronto de que sus progenitores no son semidioses infalibles, y terminan resintiendo las pretensiones de tal guisa, acentos de modelo a seguir que más bien acusan mediocridad, develan la inseguridad de quienes evitan presentarse como son ante quienes más quieren.

Cierto que la primera herramienta de formación es el ejemplo, que más credibilidad tendría si empezase por la autenticidad, por aceptarse sin más ni menos errores que los comprobados por medio mundo, pero de cuya ignorancia hay que hacer gala durante la sobremesa íntima. Y este atajo de cambiar, antes de entrar a casa, los zapatos sucios por unos relucientes, como para disimular el resbalón espirituoso del viernes noche con aires de limpieza dominguera y cara de austeridad confesional, es tan inútil como deslucido, porque mientras más provincianas son las sociedades en esto de fingir comportamiento sin tacha, con mayor fuerza caen presa de su antídoto cultural, el chisme. Y siempre hay un comedido dispuesto a cantar los pecadillos del perfecto difunto, especialmente antes de que fallezca.

Hoy se vuelve a hablar de la familia, de sus valores. ¡Magnífico! Pero las familias de carne y hueso, las que forman una sólida estructura de apoyo y crecimiento de sus miembros son las que están más cerca de la inspiración que del canon, del perdón que del juicio, de la humildad en las debilidades que de la fatuidad del perfeccionismo o la arrogancia de la virtud. No, no basta con repetir a los hijos el dogma y hacerles memorizar los mandamientos, como se hace con la Geografía. En esta vida todos tropezamos y caemos; es en el encuentro con la mano que nos levanta donde está la gran lección, que se perdería si ocultamos el fallo.

* El texto de Bernardo Tobar ha sido publicado originalmente por el diario HOY.

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