Democracia en extinción

Héctor Yépez Martínez
Guayaquil, Ecuador

La democracia hoy, para el poder, es una palabra de doble sentido. Por un lado, la utilizan para justificar el abuso de la mayoría cuando ganan una elección, satanizando a la minoría solo por el hecho de ser eso, minoría. Por otro lado, la desechan cuando hay que defender los intereses políticos o económicos a toda costa, y entonces la democracia no es más que un estorbo ciudadano, cuando no la descalifican como engaño popular. Así lo demuestran dos casos muy actuales.

El primer caso: Yasunidos. Acaban de mochar, muy diligentes, casi 500 mil firmas en el Consejo Nacional Electoral para negar el derecho a una consulta popular. Todo sin garantías, haciendo eco, paso a paso, de las instrucciones anunciadas los sábados desde el poder. Ya Domingo Paredes había anticipado su rechazo a la pretensión de Yasunidos, repitiendo, obediente y milimétrico, los estribillos de Carondelet. Ya había advertido que anularía firmas por sinrazones de “formato”. Todo ello a pesar de que la consulta popular es un imperativo social contra una explotación autorizada por la Asamblea sin ningún fundamento técnico, sin ningún plan económico detallado y concreto, para abrir la puerta a un etnocidio prohibido en la Constitución. Huirle a ese imperativo tiene una explicación: el temor al pueblo. Mantener el petróleo bajo tierra les sale más caro que enterrar la democracia. Y la opinión contraria de la ciudadanía les importa menos que los índices del “milagro” ecuatoriano.

Segundo caso: el anteproyecto de Ley de Ordenamiento Territorial y Uso de Suelo. El mismísimo Secretario Nacional de Planificación explicó que esta ley es necesaria para alinear a los alcaldes al proyecto de la Revolución Ciudadana. Proyecto por el que no votó una inmensa parte de la población en la última elección. Para el régimen, los hombres y mujeres de Ecuador, de seguro engañados por la propaganda imperialista, elegimos mal a los alcaldes —aunque sean de izquierda, como Marcelo Cabrera en Cuenca— y por eso un “planificador” nos debe poner en vereda con una burocracia centralista, por la que nadie votó, para “alinear” a las autoridades autónomas, por las que sí votamos. ¿Y entonces para qué las elecciones?

El poder —entiéndanlo— no es del Presidente, ni es de Alianza País. Es del pueblo. Una Revolución sin ciudadanos es un espejismo para gobernar por la fuerza. Estos casos van más allá de la falta de democracia que ya vivíamos. Con la partidocracia, el poder estaba secuestrado en tronchas que excluían el interés mayoritario. Con la llegada de AP, el poder se ganó en las urnas para luego acapararlo, todo, todito, en una sola persona, sin posibilidad de contradecirla en tribunales o elecciones imparciales. Hoy cavamos más hondo. La participación ciudadana —tan promovida en Montecristi— resulta una fantasía cuando contradice al poder, que ágil activa sus trampas institucionales, tan bien diseñadas —en el mismo Montecristi— para asfixiar cualquier discrepancia política. Y la voluntad de las elecciones, claramente expresada en ciudades y provincias el 23 de febrero, hoy pretende burlarse con una súper-mayoría legislativa —que ni siquiera corresponde a los votos reales de los asambleístas— para obstruir las competencias de los alcaldes electos por el pueblo. ¿Por qué tanto miedo a la voz de los ciudadanos? ¿Cuánto más pretenden seguir cavando en el silencio del agujero autoritario?

Héctor Yépez Martínez es activista de derechos humanos y dirigente de SUMA.

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