Elogio de la Ciencia Ficción

Miguel Molina Díaz
Barcelona, España

A Pedro Saad Herrería.

En la novela ‘El Desterrado’, del escritor ecuatoriano Leonardo Valencia, existe una escena que, pese a su carácter ficcional, ilustra en gran medida los procedimientos habituales de los ‘camisas negras’ en la Italia de los años 30s. El hecho que se narra es simple: en un bar de Roma los camisas negras, que eran una suerte de brigadas civiles organizadas para defender el fascismo, instalan una bandera. Todos quienes ingresaban al bar debían besarla. Quien no lo hacía, sin importar su edad o condición, ingresaba a la lista de enemigos del régimen y recibía una golpiza. Esa escena de la novela es una gran síntesis de la Italia de esos años.

Sin ni siquiera aproximarnos a los derrotados planteamientos de Fukuyama sobre el Fin de la Historia, hay que decir que las ideologías y sus banderas suponen, en efecto, una pantalla que nos obliga a ver los acontecimientos que suceden en base a los matices del contexto. Lo cual, en épocas de mesiánicas revoluciones y apasionamiento, ha nublado la capacidad de las sociedades para condenar el ejercicio de la violencia.

Incluso las ciencias sociales, llamadas a combatir los gestos totalitarios, pueden caer en debilidad e ineficacia en contextos políticos caracterizados por el autoritarismo, más aún cuando el proceso político es refrendado en las urnas.

Nuestras nociones de la realidad han sido moldeadas ideológicamente y se derivan de un contexto político determinado. Desde una posición de creatividad ficcional, es preciso preguntarnos: ¿cómo sería el mundo y nuestro modo de ver la historia si la Unión Soviética hubiera derrotado a los Estados Unidos en la Guerra Fría y fueran actualmente los amos del comunismo global? ¿Cuál sería la historia subalterna? ¿La del capitalismo? ¿Cuál sería la cultura neocolonizadora? Y si nos vamos más atrás: ¿cómo hubiera sido el mundo si los Aztecas y los Incas descubrían y conquistaban Europa? ¿El Cuzco sería la ciudad de la luz? ¿París un lugar exótico? ¿Potosí la ciudad eterna? ¿Roma la ciudad saqueada? ¿Sería, acaso, la historia de los europeos la subalterna? Y si vamos incluso más atrás: ¿qué hubiera pasado si los hermanos Tiberio y Cayo Graco hubieran instalado la dictadura del proletariado en Roma? ¿Ya hubiéramos alcanzado la tan anhelada sociedad sin clases? ¿La utopía de Bakunin?

Este ejercicio imaginativo, que incluso puede ser inútil, no hace sino revelarnos que nuestro modo de ver el mundo y de comprender la historia depende intrínsecamente de una determinada postura ideológica. Probablemente, a menos que seamos el Principito de Saint-Exupéry, jamás podremos abstraernos totalmente de una mínima dosis de convicción ideológica y de enajenación a nuestra realidad (a la que percibimos como cierta). Pero si nos propusiéramos intentarlo, el más fructífero de nuestros intentos sería la Ciencia Ficción.

No sólo la ideología dominante nos enajena. Si bien el estudio del neocolonialismo supone el estudio de la historia subalterna, incluso es necesario ser críticos con los conceptos de las historias subalternas. Hoy en día, y esta es mi opinión, las denominadas teorías progresistas que critican la crisis del capitalismo e intentan desmantelar los Estados neocoloniales en América Latina sirven de pretexto, paradójicamente, para afianzar modelos de poder autoritarios que han apagado la sensibilidad y el altruismo en gran parte de la población y, por el contrario, los han conducido a un fanatismo político que los hace ver a esa otra mitad de la ciudadanía, que no comulga con esos modelos de poder, como detestables enemigos. Esto no es nuevo. Con otros nombres ha sucedido en otros lugares de la Tierra y en otros momentos de la historia. La facilidad del humano para acomodarse a la propaganda, a los beneficios otorgados por el poder o incluso a una mínima cuota de poder, en todos los tiempos ha vedado su mirada frente a su par. La lógica imperante es el silencio cómplice: si las revoluciones autodenominadas progresistas van a cambiar por siempre la Historia, no importa el precio que se deba pagar, incluso si éste es la violencia ejercida en contra de civiles e inocentes.

Es por eso que la Ciencia Ficción y la Fantasía constituyen los más libres y más lúcidos territorios de reflexión sobre la experiencia humana y son métodos idóneos para confrontar la evolución de las sociedades. La literatura realista adolece de esa magnitud de libertad porque está sujeta a una valoración ideológica, drásticamente conectada con la coyuntura política, con una carga mucho más fuerte que la que recibe la Ciencia Ficción y la literatura fantástica. Y en ello radica la capacidad de éstas de generar una distancia que anula el apasionamiento y nos permite, de forma desgarradora, ver las cosas desde la perspectiva de su naturaleza y no de su contexto político. Allí es cuando la violencia se puede entender como tal, ya sin los ropajes de las ideologías de coyuntura y los procesos políticos.

En ese sentido, no puedo dejar de elogiar a Ray Bradbury y a George Orwell como los más grandes contradictores de los totalitarismos de todos los tiempos por su enorme capacidad de crear mundos distópicos en donde lo peor del horror humano se ve retratado. En ‘Farenheit 451’ se consagra la más robusta denuncia hacia esa violencia de la que hablaba Hannah Arent: la banalidad del mal. No fueron solamente los sociólogos, ni los politólogos, ni los historiadores los que han logrado identificar en la naturaleza humana, y por tanto en la naturaleza de nuestras sociedades, con tanta capacidad empática, la posibilidad de autodestruirnos.

Ese descubrimiento le debemos, además, a los escritores de literatura fantástica de todos los tiempos, como J.R.R. Tolkien y J.K. Rowling, que nos exponen la monstruosa dimensión de los regímenes que coartan las libertades individuales y colectivas para imponer el pensamiento único. Por esa misma ruta van los escritores que recrean conspiraciones universales como Isaac Asimov y Ralf Isau, y que han sido capaces de exprimir el armatoste de las relaciones humanas hasta sacar lo mejor de nuestra condición, apostando por nuestra capacidad de luchar y defender el bien, de creer en el amor, de ser generosos y solidarios.

Hablo de los escritores ilimitados, como José Saramago, que logró por medio de una historia esgrimir una furiosa denuncia a la ceguera colectiva a la que nos encaminamos en nuestro superficial e ingenuo modo de vida, contra lo cual el viejo portugués nos ofrendó una novela que nos hizo crecer como seres humanos y nos ayudó reinventarnos y a ser mejores. Me refiero a esos maravillosos escritores de ciencia ficción quienes, incluso a nivel de cine, como George Lucas, nos han permitido identificar las características de la violencia que la coyuntura cubre con etiquetas como: fascismo, comunismo, nazismo, franquismo, etc. U otras etiquetas mucho menos autoritarias pero igualmente propiciadoras de violencia como el peronismo, el chavismo o el uribismo.

Las ideologías, en ese sentido, han fracasado en su capacidad de lograr sociedades que no reproduzcan odios y resentimientos. En la práctica, los gobiernos de izquierda han demostrado ser tan egoístas y autoritarios como los peores de la derecha. El ejercicio del poder se dirige a la violencia sin considerar el color de las etiquetas ideológicas a las que se adscriben esos procesos. Y la revelación de todo aquello constituye el momento, desolador si cabe, en el que la esperanza que sembró la lectura del ‘Manifiesto Comunista’ se apagó inevitablemente.

Pero se prendió una fe mucho más fuerte, aquella ofrecida por la ficción y su poder. Un poder que es más efectivo a la hora de despertar, por lo menos en un mínimo grado, algo de sensibilidad en nuestra conciencia y, consecuentemente, en nuestro comportamiento. Un poder que apela al rescate de la capacidad de asombro tanto de lo sublime como de lo trágico.

Una Ciencia Ficción que pugna inconscientemente por desnudar a los humanos y hacerlos más transparentes, más rabiosos frente a lo injusto y más altruistas. Y tal vez todas estas son meras expectativas pero, en todo caso, la Ciencia Ficción goza de más efectividad que las ideologías de los partidos políticos en esa búsqueda. Hemos perdido el ‘Manifiesto Comunista’ pero hemos ganado ‘La rebelión en la granja’ y ‘1984’. The rest is silence.

 

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