Cortázar y el sentido de la escritura boca arriba

Miguel Molina Díaz
Quito, Ecuador

“(…) si seguimos utilizando el lenguaje en su clave corriente,
con sus finalidades corrientes,
nos moriremos sin saber el verdadero nombre del día.”
Julio Cortázar

Jorge Luis Borges, en su prólogo al ‘Libro de los Sueños’ (Buenos Aires, 1976) rescataba la observación de Joseph Addison a partir de la cual se concluía que “el alma humana, cuando sueña, desembarazada del cuerpo, es a la vez el teatro, los actores y el auditorio”. Y, más adelante, Borges llega a afirmar que la literatura no era sino un sueño dirigido. Esa difusa frontera que se diluye entre los sueños y la ficción narrativa encuentra uno de sus momentos más conmovedores en la obra de quién hoy cumple su primer centenario: Julio Cortázar.

Para sorpresa del mundo hoy Cortázar es blanco de ataques del canon argentino y de la academia argentina. Rodrigo Fresán, sin embargo, en una reciente entrevista, me confesó que sigue leyendo a Cortázar con enorme felicidad. ¿Qué es lo que sucede con Cortázar? ¿Ha envejecido mal? ¿Los que lo critican están equivocados o aciertan? ¿Es un escritor puerta-de-entrada-a-la-literatura por sobre un maestro de las letras universales?

En el cuento ‘La noche boca arriba’ de Cortázar, un hombre –sin nombre– conduce su motocicleta por las calles de una ciudad. Sufre un accidente. Una vez instalado en el hospital tiene sueños que le llevan a una persecución al interior de una selva. El hombres se despierta continuamente y vuelve a la sala del hospital. El sueño avanza y el protagonista se ve capturado y atado, a la espera de su turno en el templo para ser ofrecido en sacrificio. En un principio el ejercicio de abrir y cerrar los ojos, desde la cama del hospital, le transportaban al ambiente selvático. Una vez allí, en el cautiverio, el abrir y cerrar de ojos no le regresan a la sala del hospital. Es entonces cuando “[a]lcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños”.

El título del cuento es una alusión, precisamente, a un orden trastocado. Aquello que primero se presentó como sueño era, en verdad, la realidad. Y aquello que parecía en un principio el mundo real, era un sueño. En el epígrafe Cortázar ya advertía el argumento de su relato: “Y salía en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida”. Se refiere a las guerras rituales que los pueblos aztecas libraban con el fin de rendir tributo a los Dioses: estaban basadas en la competencia entre las distintas ciudades para capturar prisioneros que eran sacrificados en rituales religiosos.

Detengámonos un momento y pensemos en un poeta amado por Julio Cortázar. En 1950 Pablo Neruda publicó su ‘Canto General’, en el cual se incluye uno de los poemas más importantes de la poesía latinoamericana: Alturas de Machu Picchu. De todos los Nerudas posibles, en esa basta y caudalosa obra, probablemente el de Alturas de Machu Picchu es el más poderoso en el sentido cósmico. No se trata del poeta inicial que mezcla rasgos románticos, modernistas o intimistas, tampoco del poeta político que asume la lucha de la denuncia y la protesta. Es ya el poeta telúrico capaz de sobrepasar la atmósfera de la Tierra y, en un ejercicio comparable al de Neil Armstrong cuando pisa la Luna y redescubre su planeta, Neruda asume el poder del lenguaje y dice la geografía americana.

Y sin embargo, Neruda hace más. En ‘Alturas del Machu Picchu’ el poeta reproduce con el lenguaje el proceso creador del universo. No hace un ejercicio descriptivo (y Cortázar lo sabe). Neruda, palabra tras palabra, está creando una geografía continental que tiene su corazón en las ruinas incaicas conocidas como Machu Picchu.

Para descifrar el sentido estético de ‘La noche boca arriba’ es preciso adelantarnos dos décadas desde su publicación. En 1971, con motivo de la publicación en francés de ‘Residencia en la tierra’, de Neruda, la editorial Gallimard pidió a Cortázar que escribiera una introducción. Ese texto terminó siendo la ‘Carta abierta a Pablo Neruda’. En él, el escritor argentino establece una filosofía de principios sobre los cuales, a su criterio, se levantaba la poesía nerudiana. Para él, la operación de la escritura (de Neruda) tenía su origen en el amor y en la esperanza, es decir, explicaba el hecho de escribir como un proceso creativo que era positivo y proactivo.

La noción que Cortázar permanentemente defiende en la ‘Carta abierta a Pablo Neruda’ es la de entender al poeta “desnudo al alba” como respuesta a esta época: es un expreso reconocimiento de un arte que, además de ser un fin en sí mismo, pueda cumplir un rol frente al individuo y frente a la sociedad. Cortázar empieza señalando, en Neruda, un reconocimiento del pasado que, gracias a la obra escrita lentamente, desencadena un proceso de anagnórisis, y ese reconocimiento es tanto un reclamo revolucionario universal como un autonacimiento. Una ‘forma de ser’ que se opone al individualismo propio del mundo occidental. No se descuida, sin embargo, de asimilar ese proceso como una propuesta ante todo estética: “Vivimos un tiempo en el que la prostitución de la palabra vale como un arma insidiosa y terrible, y es así que términos como compromiso y contenido y otras consignas de esa laya se vuelven letales si se las usa mal, si una visión pragmática de la poesía las llena de intransigencia y de amenaza.”

Al igual que lo hicieron los griegos en la Edad Clásica, Cortázar no niega la posibilidad de que el arte funcione como un espacio de encuentro. Una función, ante todo, aleatoria y posible, más no indispensable porque claramente, al oponerse a la poesía pragmática, se aleja del utilitarismo al cual muchos pretenden someter a la literatura.

Más allá de eso, hay que decirlo: la apuesta de Cortázar es por invertir el orden. No es la noche sino la realidad la que drásticamente se trastoca, se pone boca arriba al desnudo con sus falencias y miserias. Y, en ese sentido, también la escritura se ofrece para ser inmolada, boca arriba, como una ofrenda ritual a los Dioses. Porque todo sacrificio, en la cosmovisión de los pueblos nativos de América Latina, implica redención. Cortázar, con enorme empatía y generosidad, inmola a la realidad y a la escritura para que puedan reinventarse, autoparirse revolucionariamente, recrearse gracias a la palabra.

Pienso en Cortázar hoy, con gran admiración, cuando cumple sus primeros cien años de vida. Pensarlo, guardarlo en la memoria, quererlo como a un caballito de juguete o a un conejito cuyo origen es el vómito, es mi forma de rendir tributo a un escritor cuyo mundo es uno de los que más felicidad me han causado. Al fin y al cabo, un perseguidor no es fácilmente olvidable. Es memoria que persiste a lo largo de eso que se llama tiempo, Rocamadour, que es como un bicho que anda y anda. (Ya ves, Maga, ya ves, ahora estos ojos se arrastran irónicos por donde vos andabas emocionada.) Y eso que fue la ‘Carta abierta a Pablo Neruda’ es como si fuese, de hecho, la clave para entender al autonauta de la cosmopista.

Esas magias parciales, infinitas, reafirman la noción sobre los sueños sostenida por Borges. Era él, en su desmedida lucidez y sabiduría, quién permanentemente se preguntaba si esto que llamamos realidad no es, de alguna extraña manera, el libro que alguien más está escribiendo o soñando. La tradición argentina logró desvelar esas posibilidades y, en Borges y Cortázar, ese riesgo alcanzó su nivel supremo. Este texto, además de un conmovido homenaje al maestro cronopio, es también una respuesta a César Aira (y otros viejos escritores, como Ricardo Piglia) que, en la triste actitud del cronopio que se convierte en fama, declaró que el mejor Cortázar es un mal Borges. Ambos, Borges y Cortázar, en la medida de sus posibilidades infinitas, contribuyeron y contribuyen permanentemente con su obra al esclarecimiento de este mundo en donde la palabra lucha por redefinir sus alcances. Cortázar no deja de conspirar, ya sea como fantasma, como intertexto, como cita textual, como delirio, para sabotear los sistemas normativos que a los humanos nos siguen oprimiendo. Y ese poder desequilibrador es, justamente, el sentido de la escritura boca arriba.

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