Murió el muerto

Ese día se celebrarían los 80 años de Fidel. Las cosas se habían relajado algo para ese entonces y mis amigos decidieron que ese año no irían a agitar sus banderitas y vitorear al líder, como todos los años, aunque no perdieron la oportunidad para reunirse llevando cada uno lo que había conseguido de comer ese día para compartir y ver la celebración por televisión. Todo se dio como siempre, me explicaban: miles de banderitas en manos de cada ciudadano, ofreciendo todos su mejor sonrisa por si las cámaras o algún vecino de los temidos consejos de defensa de la revolución los captaban; la Cantata por la Patria, varios artistas en la Tribuna Antiimperialista José Martí, todo igual, excepto por la ausencia del homenajeado en el púlpito, reemplazado por su hermano Raúl que, hasta agosto de ese año, ocupaba el cargo de primer vicepresidente y quien, por única vez en los 48 años que llevaba la revolución para entonces, había sido designado su sucesor de acuerdo a la Constitución y, por supuesto, a la voluntad del ausente, pensaba para mis adentros.

Si bien el cumpleaños de Fidel era el 13 de agosto, ese año, 2006, lo celebrarían el 2 de diciembre, por sugerencia de amigos ecuatorianos cercanos a Fidel. El dueño de casa me mostró un diario de Santiago de Cuba cuyo nombre no recuerdo, en donde leí que la Fundación Guayasamín, que organizaba los actos por el aniversario 80 de Castro, había sugerido posponer su celebración. Ya me había sorprendido en días anteriores cuando vi la influencia que estos compatriotas ecuatorianos tenían en Cuba al visitar su museo y otras dos casas que tienen en la capital cubana, y que un desconocido con el que conversé ahí me llevó a ver desde afuera. Con entusiasmo, mi amigo también me enseñó un viejo y amarillado número del diario Granma que tenían guardado –que, curiosamente, yo había leído en Quito muchos años atrás–, en donde entrevistaban al pintor Guayasamín y comenzaban preguntándole qué quería decir su apellido; la respuesta incluía una explicación etimológica y concluía explicando que, en kichwa, significaba: “Hombre superior”. Recuerdo que solo sonreí.

Luego de haber estudiado la Cuba de Fidel a través de sus diversos autores disidentes durante veinte años, contrariando a la mayoría de gente de izquierda que me rodeaba y me llamaba “agente de la CIA», yo había decidido visitar la isla y verla con mis propios ojos antes de que muriera el dictador. Sí, fui con una idea preconcebida, pero para mí estaba más que bien fundada. Que millones de “gusanos” decidieran arriesgar sus vidas en algo que se pareciera a una balsa para huir del “salvador” de Cuba no me cuadraba. Tenía suficiente información de todos los izquierdistas que la habían visitado y la denominaban el paraíso terrenal, por un lado; y, por otro, mis lecturas que comenzaron con uno de mis escritores estrella, Guillermo Cabrera Infante, hasta el ogro más grande que podía existir para Castro (Raúl, en este caso) después del imperialismo yanqui, el autor de Cómo llegó la noche, Huber Matos. Entre esos libros también constan el de Juanita Castro y Alina Fernández, hermana e hija de Fidel, varios de Reinaldo Arenas, el mismo Norberto Fuentes que, cínicamente denuncia con pelos y señales el círculo del que formó parte antes de escapar; Pedro Juan Gutiérrez, investigadores extranjeros  y decenas más –creo que aún no había leído a Padura en 2006.

Mientras esa tarde oíamos en la TV lo que para mí fue un larguísimo e insufrible discurso de Raúl (nada parecido sucedía en mi propia tierra aún), escuchaba los comentarios que mis amigos hacían sobre el mismo y me vino a la mente la foto que aún hoy recorre el mundo del ingreso triunfal a la Habana de Camilo Cienfuegos, Fidel Castro y Huber Matos. En Cuba, a esta foto, exhibida en museos y por doquier, le faltaba la imagen de Huber Matos, luego de que el líder máximo lo tachara de gusano y traidor mayor y lo encarcelara nueve meses después de esa entrada triunfal. Camilo sigue siendo venerado porque desapareció sin que “nadie” supiera, hasta la fecha, cómo ni por qué. Igual sucede incluso con el recién ahora controversial dios de las T-shirts y calcomanías, Che Guevara, y miles de otros menos famosos. Al seguir escuchando a ese pésimo remedo del faraón, pensé en las descripciones que Matos hace de sus 20 años de tortura, aislamiento, hambre y miseria, mientras su familia tocaba todas las puertas internacionales posibles para que la revolución lo liberara 20 años después. Nadie se explica por qué permaneció vivo, pero con seguridad las luchas de su inquebrantable familia impidieron que desapareciera. Sin poder hablar de estos temas con mis amigos por miedo a romper su única verdad aprendida a lo largo de sus vidas de intelectuales confinado a la isla, recordaba las descripciones de varios autores acerca de ese oscuro, cruel y despiadado personaje que declamaba detrás de la pantalla, al que le tocó el eterno segundo puesto sin más ‘mérito’, si así se lo puede llamar, que ser el hermano adulón. El discurso iba terminado. “Al menos ahora son más cortos”, dijeron, “¡en una ocasión debimos resistir 7 horas bajo el sol! Al fin, la arenga terminó con las frases “¡Viva Fidel!” “¡Viva Cuba Libre!”, pero noté que nadie respondía a mis comentarios sarcásticos sobre que ya podíamos apagar la TV y que todos permanecían en silencio mirándose unos a otros con expresiones de angustia. Ante mi total incomprensión de lo que sucedía, me respondieron: “No terminó con la frase:  ‘patria o muerte’”. Debí contener mi ignorante intento de carcajada, intentando comprender la explicación que me dieron con voces como de ultratumba: “Nunca, en los días de mi vida, ha terminado un discurso sin decir ‘patria o muerte’. Fidel nunca lo permitiría. Algo está pasando”.

Me parece que es Norberto Fuentes, en su libro Dulces guerreros cubanos, que describe cuántos dobles tenía Fidel, el hombre más buscado por una metralla o veneno asesino. Cuando entraba al mar, cuando salía de un edificio, siempre eran dos o tres dobles idénticos que lo hacían primero o en otros lugares a donde estaba en realidad. De ahí en adelante, cada vez que salía alguna noticia de Fidel, con Chávez o dando alguna entrevista, recordaba ese 2 de diciembre y las miradas atónitas y atemorizadas de un grupo de adultos a los que durante 48 años se les había impedido tomar rienda de sus propias vidas y se les había obligado a seguir el camino elegido para ellos por “su bien”.

Este 26 de noviembre, el remedo de líder ha decidido informar al mundo que Fidel ha muerto y que sus restos serán cremados. Pero, me pregunto, ¿murió el muerto o el doble? ¿Por qué se ha decidido no mostrar el cadáver para que el pueblo le pueda rendir homenaje, al igual que hicieron con sus camaradas Lenin, Stalin, Mao, que no solo fueron exhibidos sino embalsamados? Nueve días de luto. Me parecen pocos, poquísimos, para alguien que decidió la suerte de tantas generaciones. A través del único amigo periodista que permanece en la isla, sé que desde que se supo la noticia hay un silencio general en La Habana, silencio de gente atemorizada, atenta y de una gran masa que sigue su vida de precariedad sin mostrar mayor interés. ¿Quién será ahora el que decida lo que es mejor para el pueblo cubano? ¿Será que se cumplirá la lampedusiana paradoja que dice que cambie todo para que nada cambie?

Acabo de leer en redes que con la muerte de Fidel muere la utopía. Mientras la utopía se base en seres que dejan una estela de muerte y terror detrás del espejo adornado de hoces, martillos, banderas y púlpitos, nada cambiará.

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