Cortesanía

I

Un hombre que es un novelista menos que mediano pero que durante incontables gobiernos es ministro de educación y rector de colegios privados y luego ministro de nuevo y luego embajador y luego ministro de nuevo. Un hombre que dice que es socialdemócrata, que a estas alturas es como decir yo no me quiero pelear con nadie. Un hombre que defiende el proceso de persecución que se le inició a Bonil y que recibe un varapalo de otro escritor, un varapalo retórico que a cualquiera podría conminarle a dejar la función pública e invitarle a radicarse, si es posible, en Malaui. Pero no. Quiere ser rector y escritor y ganar premios y ser ministro.

II

Nadie se acordó de la cultura como artefacto de emancipación, educación y soberanía hasta que llegó el gobierno de la Revolución Ciudadana. Creó un Ministerio del ramo, le dio presupuesto, apoyó la hasta entonces debilísima producción cinematográfica y dio becas, premios, residencias y ferias del libro decentes. Luego llegó la crisis y la cultura, con Ministerio, fue a dar al sótano. El pacto de gobernabilidad le puede a la inteligencia. O peor aún: dentro de las acepciones de inteligencia no es posible pensar pactos de gobernabilidad culturales, estrategias para pensar la política desde la cultura sin el maniqueísmo de los años sesenta.

III

Lo que se mantuvo incólume en diez años de Revolución Ciudadana es la tradición ya vieja de la cortesanía. Es cierto: no es privativa de los espacios de gestión y difusión cultural pero es probable que en esos terrenos sea más decisiva. Va a ser difícil que el legado del correísmo en materia de cultura sea la aprobación de una ley, buena o mediocre, supuestamente dedicada al campo de la protección, promoción y creación del universo simbólico del país. No hay reacomodo de instituciones, por más noble que sea la intención, que suprima la costumbre de la comodidad de rodearse de una cohorte de aduladores que se benefician con puestos, publicaciones, premios o viajes.

IV

El primer efecto de la cortesanía es la mímesis de los valores intrínsecos al discurso del poder en las obras de los cortesanos. La secuela y el síntoma de la cortesanía son obras mediocres, novelitas poco exigentes o poco comparables con la producción cultural de países similares o vecinos. La demagogia de la cortesanía es generaciones de intelectuales biempensantes, comprometidos con el buenismo de la corrección política o la obsecuencia con el progresismo de turno, que ahora es el discurso muchas veces vacuo del arte popular y las cuotas de visibilidad. El saldo de la cortesanía es la aprobación de pésimos lectores y el olvido del riesgo de absorber nuevos lenguajes artísticos, politizados, sí, pero no necesariamente legibles a primera mano. De la mano de la premisa de rebajar la exigencia para tener “cultura para todos” pervive la vieja tradición intelectual de lo “antiintelectual”, lo supuestamente popular, lo masivo y lo celebratorio: el parque de diversiones, el Disney de los libros. A la larga ser antiintelectual es ser consecuente con un tiempo cruel, con un liberalismo bonachón que otorga licencias de desacuerdo sin rasparse ni siquiera la rodilla.

V

El último efecto de los intelectuales cortesanos, viajeros de misión diplomática, ministros todoterreno, puristas del lenguaje que no ofenda a nadie, es el más triste de todos: la falta de un tejido crítico y la erosión de tradiciones y cuadros intelectuales que van a dar al tacho. El consenso de este país respecto a la baja calidad de su cine o literatura es atacar al que produce la película, al que escribe el libro. Pero dejar al lector, al espectador, fuera de campo, y no pedirle que ingrese al terreno de los desacuerdos, los argumentos y los cánones, es atacar al elector. Entonces se lo deja en paz. Y se le muestra a intelectuales que escriben novelitas en sus cargos de embajadores, de ministros y de rectores universitarios. Tan contentos todos.

Más relacionadas