La conciencia roja

A mediados de 1978, en una mazmorra de dos metros por uno, sin acceso a servicio higiénico ni ventilación, Mario Moretti y sus camaradas mantuvieron secuestrado durante cincuenta y cinco días al entonces Primer Ministro italiano Aldo Moro. Pocos años después, cuando fue llevado a los tribunales, el dirigente de las Brigadas Rojas declaró que los once tiros que había disparado en la cabeza de Moro no constituían muestra de ensañamiento hacia él, ya que no se trataba de ninguna enemistad personal. Simplemente, dijo, “Moro es el Estado de clase, cuya ejecución impone ese mismo Estado”.

Moretti y las Brigadas Rojas se autodefinían como leninistas, su objetivo era conquistar el poder y entendían la sociedad como un campo de guerra en donde los enemigos de clase habrían de ser eliminados. “Queremos agredir a la empresa, al capital […] Golpear a uno para educar a cien. Todo el poder para el pueblo armado […] Matamos creyendo que acortaría el enfrentamiento, los sufrimientos”.

Con distintos énfasis y algunas diferencias, muchas de estas ideas fueron compartidas por otras bandas de “idealistas” que asolaron distintos países de todos los continentes. El IRA, el ETA, las FARC, Sendero Luminoso, entre otras muchas, quisieron transformar el mundo para construir el paraíso comunista, es decir, esa sociedad ideal con la que había soñado Marx, donde la igualdad y el colectivismo se impondrían y el hombre nuevo, desprovisto de intereses individuales y sometido por fin a las necesidades del colectivo, habría de sustituir a aquellos humanos en quienes aún priman las veleidades del individualismo. Ante la magnitud y “bondad” de aquellos fines, cualquier medio utilizado para alcanzarlos fue prontamente justificado, a tal punto que el secuestro, el terror y el asesinato perdieron su connotación criminal y se convirtieron en actos heroicos.

Intelectuales y activistas de izquierda reprodujeron también esas ideas y jamás tuvieron empacho en defender criminales. Hubo incluso, algunos que se refirieron a las Brigadas Rojas y a Moretti como idealistas, cuando el sentido común mostraba que se trataba de asesinos. Antonio Escohotado, en su monumental obra Los Enemigos del Comercio (de cuyo tercer tomo he tomado gran parte de la información que consigno en este artículo) cuenta, a modo de ejemplo, que Foucault, Guattari y Deleuze apoyaron a las Brigadas Rojas durante una conferencia celebrada en Bolonia en 1.977.

Pero los intelectuales de izquierda no solo respaldaron y legitimaron a muchos de los grupos terroristas que operaron durante las últimas décadas del siglo pasado. La conciencia roja se hizo hegemónica desde los inicios del siglo XX, especialmente desde el triunfo de los bolcheviques en 1917, y no tardó en dominar el mundo de la cultura y del pensamiento social. Sartre, Neruda, Gorki, Malraux , Picasso, Carpentier, Cortázar, entre otros muchos, adscribieron a esas ideas y, en algunos casos, se convirtieron en propagandistas del ideal y de los gobiernos comunistas.

El sueño de construir el paraíso terrenal tuvo tal fuerza, que la catástrofe humanitaria y las atrocidades cometidas por la dictadura de V.I Lenin y los bolcheviques fueron permanentemente ignoradas, o, en el mejor de los casos, aceptadas como el costo que habría de pagarse para alcanzar el paraíso. Ni los casi treinta millones de muertos por hambruna, ni los cientos de miles de personas que murieron en manos de la Cheka o en los campos de trabajo, fueron suficientes para destruir el ideal y menos aún para sembrar alguna duda en la gran cantidad de intelectuales que abrazaron el proyecto comunista.

Los escritos y discursos de Lenin tampoco dejaban duda. En su emblemático El Estado y la Revolución, plasmó su concepción sobre lo que debía ser la dictadura del proletariado y formuló el diseño más acabado del Estado totalitario. Un par de frases sueltas, que datan de 1918, también lo muestran de cuerpo entero: “Aplastar la hidra contrarrevolucionaria con un terror masivo, protegiendo la República Soviética del enemigo de clase mediante el fusilamiento y el campo de concentración”. “¡No habrá piedad para los enemigos del pueblo trabajador! ¡Guerra a muerte contra los ricos y sus acólitos! Cualquier muestra de debilidad, vacilación o sentimentalismo a ese respecto, sería un crimen inmenso contra el socialismo”.

Lo contado en los párrafos anteriores parecería muy lejano, y si las sociedades tuviesen memoria y sentido común, todo ello no debería ser más que un mal recuerdo y este escrito resultaría absolutamente innecesario. Sin embargo, hace pocas semanas, Atilio Borón, uno de esos intelectuales mimados y financiados por los socialismos del siglo XXI, aquél que había recibido el Premio Internacional José Martí otorgado por la UNESCO y que fuera Secretario General de CLACSO, escribió un artículo pidiendo a la dictadura venezolana defender la “revolución” a cualquier precio: “La única actitud sensata que le resta al gobierno del presidente Maduro es proceder a la enérgica defensa del orden institucional vigente y movilizar sin dilaciones al conjunto de sus fuerzas armadas para aplastar la contrarrevolución […]ante la ferocidad de los mercenarios de la sedición, desgraciadamente ahora le toca hablar a las armas”.

Lo asombroso y grave de este urgente llamado al crimen no es solo el uso de un lenguaje que recuerda lo que en su momento afirmaran Lenin o Stalin, sino que el contenido de ese artículo fue respaldado por más de trescientos intelectuales y activistas de izquierda, la mayoría de los cuales son profesores de ciencias sociales de las principales universidades latinoamericanas. Varios de los gurús del pensamiento social contemporáneo también se han manifestado en ese sentido, como es el caso de Thetonio Dos Santos, Emir Sader y Boaventura de Sousa Santo, mostrando la fuerza que siguen teniendo esas ideas y la impermeabilidad de los pensadores marxistas frente a la realidad.

Pese a que el credo marxista, según el cual el desarrollo del capitalismo conduciría inexorablemente a la pauperización de los trabajadores y la sociedad, ha sido totalmente rebatido por los hechos, (solo hay que recordar los enormes avances que la Revolución Industrial generó en las condiciones de vida de gran parte de la población) y a la enorme destrucción de los países en donde las ideas socialistas encarnaron, la conciencia roja aún goza de buena salud y ha logrado sostenerse gracias a un enorme esfuerzo de propaganda y tergiversación de lo real, solo comparable con el que realizan los integristas religiosos.

Frank Dikötter, en un amplio estudio sobre La gran hambruna en la China de Mao, da cuenta de la catástrofe social que causó lo que en su momento se conoció como el Gran Salto Adelante. Dikötter muestra de qué forma el terror fue instaurado para llevar a cabo ese delirante proyecto y prueba cómo durante esos cuatro años murieron por hambre y represión cerca de 45 millones de personas. Y no solo eso. También señala la profunda degradación humana que acompañó a la hambruna, pues la lucha brutal por la sobrevivencia trajo consigo la abolición de las más elementales normas de convivencia y civilidad, al tal punto que se presentaron innumerables casos de canibalismo y los actos delincuenciales entre la población crecieron de manera alarmante.

Sin embargo, cuando el mítico Ernesto Guevara visitó la China durante ese período, no alcanzó a ver aquella tragedia. Por el contrario, Guevara aseveró que allí vio a “todo el mundo comiendo, todo el mundo vestido correctamente, todo el mundo con trabajo, y un espíritu extraordinario”.

La guerra, hay que señalarlo, invierte el orden moral y altera el juicio y la visión de los individuos que se comprometen en ella. Por ello, los fanáticos y quienes entienden a la sociedad como un campo de batalla, atravesada por luchas irreconciliables entre clases, razas o religiones, también ven allí un espacio donde los enemigos acechan. Echar la culpa a otro de todos los males (como se hace desde hace mucho tiempo con los imperialistas, los capitalistas, los burgueses, los ricos o los infieles) elude la responsabilidad de las sociedades sobre su destino y convierte a quienes disienten o se oponen, en enemigos públicos que deben ser exterminados. Donde había hambre y muerte Guevara veía una sociedad casi perfecta. Donde hay muchachos con escudos de madera enfrentando a criminales, la Canciller ecuatoriana ve una “desproporcionada violencia” por parte, no del régimen que ha asesinado a cerca de 150 personas, sino de de los que tiran piedras y se protegen con pedazos de madera.

Esta tergiversación ideológica y fanática de la realidad explica en gran parte lo que está detrás del pensamiento y los actos de individuos como Borón y de la intelectualidad de esa estirpe. También explica a los representantes menores de la conciencia roja, como es el caso de María Fernanda Espinosa, María Augusta Calle, Ricardo Patiño, Gabriela Ribadeneira y demás personas que de forma canallesca han apoyado al régimen de Maduro. El fanatismo, se dijo antes, anula el juicio e invierte la moralidad, y solo reconoce al otro, al distinto, como objeto de reforma, conquista o exterminio. En esa estructura mental los derechos humanos no caben y nunca son reivindicados como un atributo connatural a todos. Por eso, prefieren hablar de soberanía y autodeterminación y dejar que un pueblo entero sea expoliado y masacrado por una banda de delincuentes.

La profunda amoralidad de un pensamiento que pone los fines como justificativo para el uso de los medios más abyectos, explica también la participación y complicidad de estos personajes con gobiernos que supuran corrupción por todos lados y que, por todo lo que hoy sabemos, han sido básicamente mafias delincuenciales que se tomaron el poder en sus respectivos países. Ver la impudicia con que matan, roban y exhiben el fruto de sus atracos, debería ser razón suficiente para repudiarlos. Sin embargo, los apoyan y justifican con convicción y entusiasmo, como en su momento lo hicieron con los sátrapas que cometieron crímenes y destruyeron sus sociedades en nombre del socialismo, del antiimperialismo o de cualquier palabrería de esa índole.

“A lo que creen que los regímenes comunistas de Europa Central son exclusivamente producto de seres criminales —dice Milan Kundera— se les escapa una cuestión esencial: los que crearon esos regímenes criminales no fueron los criminales, sino los entusiastas, convencidos de que habían descubierto el único camino que conduce al paraíso. Lo defendieron valerosamente y para ello ejecutaron a mucha gente. Más tarde se llegó a la conclusión generalizada de que no existía paraíso alguno, de modo que los entusiastas resultaron ser asesinos”.

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