«Panamá» o el reciclaje de viejas convenciones tóxicas

Daniel Bentos

Buenos Aires, Argentina

  Más de una función de la última película de Javier Izquierdo fue necesario para escribir este texto. Panamá, la obra más reciente del director ecuatoriano, usa el blanco y negro como herramienta artística visual que corresponde bien con la abusiva contraposición de ideas desgastadas como recurso en el guion. Esta obra cinematográfica busca el noble objetivo de explorar la amistad como valor universal. Sin embargo, en su intento por encontrar respuestas en esa temática reincide desesperadamente en antiguos clichés y convenciones que terminan deponiendo como eje central del filme ese rescatable intento de explorar las relaciones humanas.

               Panamá sostiene su trama en extendidos diálogos entre dos personajes desabridamente polarizados desde una visión que recicla la temática simplista del indigenismo de antaño, el realismo y otros movimientos latinoamericanos del siglo 20. Como uno de los personajes centrales tenemos el molde de caricatura del banquero: evidentemente arribista, racista, codicioso, lujurioso y bonachón. Coprotagoniza la historia el sesgado estereotipo del guerrillero socialista: romántico, intelectual, idealista, inocente y pulcro. Incluso observamos prueba de ello con la animadversión del personaje revolucionario hacia el local de entretenimiento donde trabaja la prostituta Yulene o aún podemos, como espectadores, hacer el ejercicio reflexivo de preguntarnos ¿Escuché o vi algo que me haya causado rechazo del guerrillero José Luis? La respuesta será, en la gran mayoría de casos, contundentemente negativa. Incluso el filme nos sitúa ya desde un inicio en una posición que empatiza con, e incluso absuelve, a ojos de la audiencia, al guerrillero exponiendo como primera toma un poema romántico y absolutorio del evocado Juan Carlos Acosta.    

De inicio, la audiencia tal vez pueda aceptar el uso de esta fácil caracterización en los personajes ya que el filme alega ser una obra de ficción. Sin embargo, esta suposición se rompe fácilmente después cuando uno de los pocos nombres propios no ficcionales usados en el diálogo es el del quiteño y tradicional Colegio Americano de Quito, pretenciosamente mostrándolo como un colegio elitista y distante de la realidad ecuatoriana. Atribución que falta a la realidad de los años 80 cuando este, a diferencia de hoy, era un colegio que atendía a una clase media amplia y diversa del otrora modesto y pequeño Quito. Al usar este recurso no ficcional, el guion desvanece cualquier posibilidad de mantener la suposición de un desarrollo narrativo dentro de la ficción. Con este desvío inescrupuloso, nos arrastra abruptamente de regreso a la realidad exponiendo lo débil de la película que usa recursos ficcionales a su conveniencia y al pretender mostrar una supuesta realidad simplista, falta de complejidades, blanca y negra como el mismo formato visual del largometraje.

               Como críticos de la obra debemos reconocer y resaltar los respetables objetivos ya mencionados a los que aspira la película, incluso necesarios en tiempos quebrantados como los de hoy. Sin embargo y desafortunadamente, como su propio director lo mencionó en el estreno en el Cine Ocho y Medio, una obra cinematográfica solo cobra sentido frente a su público y en interacción con el mismo. En detrimento de la película, ese público al que apunta la obra (declaradamente quiteño) es un grupo limitado que no vio en la película aquello que se pretende; público que, expuesto por sus diversos comentarios en dicha ocasión de estreno, cae por lo fácil, por lo convencional de una lucha idealista (en realidad cruda y violenta) contra las injusticias, por el bueno y el malo, por lo romántico y lo repulsivo, en definitiva, por opuestos reciclados. Tan es así, que los clichés con los cuales goza dicho público van más allá de una visión sociopolítica y se exponen también en ciertas interacciones banales que se revelan casi naturales del mundo de Walt Disney. Como es, por ejemplo, la insípida lectura de mano de Yulene a José Luis que intenta dar a penas pistas del destino inevitable del personaje pero que en su simple obviedad no es una pista como pretende, sino una declaración explícita de lo que ocurrió en la historia real de Juan Carlos Acosta y que en nuevo detrimento de su supuesta naturaleza ficcional nos dispara de regreso a la realidad.

               En lo cinematográfico, hay que decirlo: Panamá tiene aspectos por elogiar. Javier Izquierdo presenta una obra bien armada que sin paragones en el cine ecuatoriano logra sostener una trama de largometraje a través del diálogo y la interacción entre poquísimos personajes. Así mismo, el filme explora una temática revisionista necesaria en estos tiempos y que intenta fallidamente cuestionar y diseccionar un pasado no tan remoto. Panamá es quizá una película que deja excesiva cercanía entre la ficción y la realidad y al caer en clichés propone al espectador para el que fue realizada una bifurcación interpretativa de fácil conjetura que aleja del intento declarado por el director y termina por reforzar, de manera peligrosa, viejas convenciones tóxicas. 

Más relacionadas