¿Hispanidad o hispanofilia?

Daniel Crespo

Quito, Ecuador

A días de un cada vez más polémico 12 de octubre, y luego de observar las imágenes que nos trajeron las redes sociales sobre lo sucedido en torno a la estatua de Isabel la Católica en Quito, se hace necesario reflexionar con más profundidad sobre algunos conceptos que han saltado a la palestra y que, debido al mal uso que algunos interesados están haciendo de los mismos, merecen que hagamos un poco de historia, de esa que es nuestra y que a veces olvidamos por pereza o conveniencia ideológica.

Primer acto: un grupo de autodenominados hispanistas, entre los que destaca una joven con una  mantilla y un atolondrado personaje de traje oscuro que sueña con ser el Primo de Rivera criollo, dejan una ofrenda floral a los pies de la reina de Castilla. Segundo acto: un grupo de feministas y manifestantes indígenas, luego de agredir a los antedichos, se empeñan en manchar la estatua y tratan de derribarla, cosa que no logran debido a la intervención policial. Los primeros, reivindicando una historia impoluta; los segundos, revisitando lugares comunes que reducen la historia a una simpleza de buenos y malos digna del Hollywood de los años ochenta.

A estas alturas, llama la atención que el término hispanista sea visto como algo nuevo, ajeno a la historia de Quito y del Ecuador. Empecemos por lo más simple. Cuando de especialidades en el estudio de la historia se trata, los hispanistas son aquellos estudiosos de la historia de España, y por extensión, de Hispanoamérica y de la Hispanidad. Por otra parte, el hispanismo como movimiento, como fenómeno cultural e historiográfico, es algo mucho más complejo, antiguo y relevante que esas cuasi histriónicas muestras de hispanofilia a las que hoy por hoy algunos lo quieren reducir, de lado y lado. Pero vamos al meollo del asunto.

El hispanismo está presente desde inicios del siglo XX a ambas orillas del Atlántico, y buscó fortalecer los canales de aproximación cultural entre Hispanoamérica y España, basados en su historia, costumbres, tradiciones y lengua común, más allá de las divisiones políticas. Grandes pensadores como el uruguayo Rodó, el nicaragüense Rubén Darío, el mexicano Vasconcelos o el venezolano Uslar Pietri fueron hispanistas. Y aunque muchos hoy lo olvidan, este concepto valorizó lo indígena como parte de esa riqueza cultural, donde lo hispano y occidental actuó como fundente y aglutinador. En este sentido, el mestizaje ocupa un lugar fundamental como la muestra viva de ese mundo diferente, nacido del choque y diálogo de América y Europa, la raza cósmica de Vasconcelos.

El Ecuador también aportó en este sentido, y destacan como hispanistas ilustres personajes como Aurelio Espinosa Pólit, Jacinto Jijón y Caamaño, José Gabriel Navarro, Isabel Robalino, Rodrigo Fierro Benítez o Alfonso Ortiz Bilbao. De manera colectiva, mucho se podría escribir sobre la inmensa laboral cultural que por décadas mantuvo el Instituto Ecuatoriano de Cultura Hispánica, fundado en 1947, y que formó parte de una ingente red de entidades afines que surgieron en todo el mundo hispano a partir de la fundación, dos años antes, del Instituto de Cultura Hispánica en Madrid.

Es verdad que el concepto de Hispanidad manejado en esas épocas se ha visto ensombrecido por el tufo a franquismo, y que el fin de dicha dictadura implicó un progresivo debilitamiento del Instituto de Cultura Hispánica hasta su reconversión en la actual Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo. Derrotero similar corrieron la mayoría de institutos hispanoamericanos, víctimas de los nuevos tiempos y de la incapacidad del hispanismo de reformularse a sí mismo, incapaz de disociarse de los intereses de un régimen dictatorial y de un inmovilismo ideológico anclado en una visión que empezaba a leerse como chauvinista y poco plural.

Más allá de sus aciertos y errores, existe un principio fundamental sobre el cual el hispanismo merece ser reformulado y valorizado: nuestra América y España comparten tradiciones, costumbres, cultura y lengua, un ethos civilizatorio de gran potencial que no somos capaces de explotar debido a nuestra incapacidad de ver más allá. Y no, no se trata de negar el dolor, las injusticias o los cambios que alteraron la faz de este continente para siempre. Se trata de conciliar ello con todo ese aporte, hispano y occidental, que forma parte de nuestra identidad y también nos da un lugar en el planeta, como herederos de dos mundos y del primer imperio global de la historia moderna.

Ciertamente, hay mucho que discutir y replantear. Para hacerlo, tenemos la maravillosa ventaja de contar con una lengua común, la segunda más hablada del mundo y con 580 millones de hablantes. La Hispanidad (en lo personal, me inclino por un nuevo término, la hispanoamericanidad; pero eso dejémoslo para otro momento), configura un espacio geográfico inmenso, diverso y trans continental, unido por un pasado histórico común y una lengua, algo solo comparable en el mundo contemporáneo con la civilización islámica, donde el pasado imperial no ha impedido que los lazos que la unen, desde el norte de África al Medio Oriente, le den una identidad y una fortaleza evidentes.

En el actual mundo globalizado, de identidades locales y globales múltiples, los hispanoamericanos tenemos una nueva oportunidad de replantear nuestro pasado común y proyectarlo al futuro. Debatir sobre lo útil y lo obsoleto de la hispanidad podría darnos una dirección que tanto nos ha sido esquiva. O tal vez no. Pero démonos esa oportunidad. Esto va más allá de tres estatuas. Esto debería ir por nosotros. Por todos.

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