Darwin y el voto nulo

Juan Ignacio Correa

Guayaquil, Ecuador

Por mi aguda sensibilidad a los ruidos urbanos, viajo diariamente a la orilla de esta ciénaga, donde reflexiono menos de lo sugerido; quizás tanto como soy capaz. Aquí siempre me espera un par de patos moscovitas: aves que poblaron los barrios aztecas, hoy distinguibles por una sentida dificultad vocal. Parece que durante un proceso de selección natural o doméstica, perdieron el vigor de su voz, pero mantuvieron la perceptible necesidad por hablar.

Mi presunción de sentida incapacidad cuando de estas aves abría su pico, ora por mí u otra razón, me sorprendió como un ápice de empatía. He viajado a este lugar desde el año anterior y sus rabos vienen acolchonando de plumas estos parajes, alguna extraviándose entre mi páginas. Si no sintiese empatía por sus desgarradores intentos de hablar, quizás merecía la pena evitar estas horas de reflexión. En el hábito de la soledad, el engranaje social se desvanece gradualmente, y con ello, nuestra
humanidad.

Me invade una inmensa tranquila los días que fácilmente siento estas aves como iguales, como seres que sienten su incapacidad; proveen en esta soledad de certeza de que en el camino de vuelta seguiré siendo humano. Y así, comparto su frustración cuando abren sus picos hasta el punto, inclusive, de asimilar su impotencia y desde ella pintar estos horarios de reflexión con los cinceles del desaliento, pensando: muchos de los míos tampoco pueden hablar, sin embargo, ellos sí han perdido la voluntad de hablar. Se han rendido.

Este pensamiento ha calado en el itinerario de mentes brillantes. La incapacidad la ilustra bien la lingüista de Oxford, Suzanne Romaine, que en su proverbial obra, Vanishing Voices, señala el estado critico, casi agónico, del 60% de la biodiversidad lingüística del mundo (incapacidad). Mientras que tanto incapacidad como voluntad las dibujan sociólogos y líderes: la sociológica Sherry Turkle, quien ha acuñado a su posición en el MIT la tarea de advertir el estado crítico, casi agónico, de algo tan sencillo como la conversación. O el Nobel de la paz Barack Obama, quien fraseó el individualismo escabroso de la cultura americana de esta manera: se encuentra en los genes.

Aunque tras estas ilustraciones, existe evidencia proveniente de estudios locales, es bien sabido que las orillas del Ecuador las ahorma la cultura americana; para sustentar esta premisa, basta señalar los símbolos de
nuestro consumo, lo demás viene por añadidura. Las voces que cito son tan legítimas para la sociedad ecuatoriana como lo serían, de hecho, para cualquiera; este mundo que viaja a la universalización de la cultura permite estas andanzas. Por eso, avanzo con mucha confianza al decir que en Ecuador las lenguas desaparecen, las conversaciones se desvanecen, y el individualismo resplandece de forma escabrosa; nos encontramos incapaces y por ello perdemos voluntad. Dejando de lado esta vacua complexidad humana que nos rodea—como la sentenció Berkeley—, la diferencia entre estas aves y nosotros es quizás numérica en su totalidad.

Con cierta cautela, quiero proponer la existencia de algo, más allá de los números, que le compete resolver a nuestra sociedad: contando decenas de miles, ecuatorianos y ecuatorianas han perdido la ilusión de hablar, quizás el corolario de perder el poder, corolario inevitable de los sistemas democráticos. Simulando la selección natural darwiniano, parece que nuestro sistema democrático ha comenzado a eliminar el comportamiento más importante de este ecosistema, y es este fenómeno el que ofrece, y merece, una comparación necesaria y a la vez sencilla, entre el habla y el voto.

Si uno traza el camino entre sus similares opuestos: el silencio y el nulo; si tras este salto, tú te encuentras cómodo con mi razonamiento, entonces podemos compartir esta premisa: el nulo significa la pérdida de la ilusión de hablar, y enarbolando la comparación que vengo desarrollando digo: esto se presenta como un defecto íntimo de la humanidad. En la naturaleza, las voces calladas parecen sostenerse en la voluntad.

Perdemos el poder y el querer en la inmensidad del imaginario social, y es probable que sea por querer abarcarlo todo. Aquí la sabiduría popular es clave cuando nos dice: quien mucho abarca, poco aprieta. El voto nulo es un defecto cuya naturaleza no me atrevo a sentenciar. Es quizás visual por hipermetropía, emocional por sobrada empatía, intelectual por ingenuidad, político por insustancial protesta. No lo sé, pero sin duda está pasando por un proceso de eliminación.

Deseo pensar, en todo caso, que estas aves guardan lo que nosotros no, porque sobre la inmensidad de las ciénagas, sus desgarradores intentos de hablar tan solo dependen de una noción: la necesidad de mantener al otro a salvo. Porque en sus apreciables conciencias, a pesar de las fuerzas extrañas e innobles del mundo, quizás intentar siempre es reconfortante cuando se tiene en mente que sólo eso puede tener valor.

Aunque nuestra historia reciente sea emocionalmente dolorosa, y la ilusión, la voluntad, el querer- como desees llamarlo- se encuentre en su más ínfima existencia, yo guardo algo de valor: el amor por los míos y mi deseo por
tenerlos a salvo en el mundo violento que nos toca vivir, y por eso debo hablar, debo tomar una posición. No puedo votar nulo.

Y si te identificas con este texto, tú tampoco puedes hacerlo.

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