Sobre la vulgaridad

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

Sostiene el escritor colombiano, Nicolás Gómez Dávila, que la vulgaridad consiste en pretender ser lo que no se es. Tan vulgar es el poeta borracho que se pretende maldito como el juez narco que se proclama justo o el político corrupto que se dice honesto. El ignorante que se disfraza de culto es vulgar. Y vulgar es el tonto que se las da de inteligente.

La vulgaridad es simulación y la vida de la gente vulgar, un simulacro. Dos lugares hay en los que la vulgaridad se manifiesta de manera más clara en nuestro país: la política y la universidad. En este último caso, especialmente en aquellas carreras en las que la simulación del saber es más fácil: los estudios sociales, por ejemplo.

La política que se practica en Ecuador es apariencia y, también, la enseñanza que se imparte y el conocimiento que se genera en las universidades. Remedo de lo que es la buena política es la política nacional y remedos de educación de excelencia y conocimiento relevante son la enseñanza y la producción de conocimiento en las universidades ecuatorianas.

Las universidades, a punta de artículos en revistas indexadas, pretenden ser Harvard, y los políticos, que trabajan en su propio beneficio, pretenden servir al pueblo. Pero la realidad es lo que es y, si nos atrevemos a verla de frente, no podemos negar que nuestra universidad tiene menos que ver con Harvard que con los institutos técnicos y las organizaciones sociales antisistema, y que nuestros políticos tienen una mayor afinidad con los delincuentes y los agitadores radicales que con el pueblo que dicen servir y defender.

Es propio de los políticos y otros arribistas endiosar al pueblo. Pero una parte significativa del pueblo ecuatoriano está aquejado de vulgaridad. Si uno les pregunta si están en contra de la corrupción y la viveza criolla, responderán sin dudarlo que sí y, acto seguido, darán su voto al más corrupto de los candidatos a ocupar la presidencia de la república o una alcaldía. Los que pretenden abominar de la corrupción, en realidad, la favorecen o la practican.

No hay salida, creo, para la política, pero quizá todavía sea posible salvar a la universidad. Su salvación, sin embargo, no está en el aumento presupuestario o en la apertura indiscriminada a todos los jóvenes que han concluido el bachillerato. Hay que aprender a distinguir entre excelencia y mediocridad, a separar lo relevante de lo irrisorio. Eso es lo primero. Si tenemos claros los criterios de distinción entre estos opuestos, podemos intentar una reforma de la educación universitaria ajustada a nuestra realidad; una reforma que nos permita, parafraseando a Píndaro, llegar a ser lo que somos y no lo que pretendemos ser.

Más relacionadas