Los perros y los lobos

Por Andrés Cárdenas
Quito, Ecuador

La vida de Irène Némirovsky fluye claramente debajo de cada línea de sus obras, sin dejar por ello de hacer ficción. Tal vez por eso genera una cercanía afectiva.  Al abrir sus novelas vamos a lo seguro: una historia de personajes interiormente caracterizados, a conflictos universales que parten de situaciones cotidianas,  a una escritura auténtica y sincera que parte de su experiencia femenina.

La novela relata la historia de Ada Sinner desde que, huérfana de madre, sobrevive con su tía y sus primos Ben y Lilla en una ciudad baja judía de Ucrania. Solitaria e inteligente, conoce la rama rica de su familia al huir aterrorizada de un pogromo antisemita. Queda prendada para siempre de Harry Sinner, pariente suyo criado entre algodones. Tiempo después huye a París en donde se casa con Ben y se dedica a la pintura. Al enterarse de que Harry, casado con una parisina, vive en la misma ciudad francesa, decide buscarlo tímidamente. Entonces detona una historia de amores y desilusiones que  entre sus ingredientes hay conflictos de negocios, de razas y de sentimientos.

En la obra se siente el peso de la sangre en nuestro destino, en el destino de Ada. En un grupo social en el que los matrimonios se concertaban entre familias con fines únicamente económicos, ella nunca abandonó la búsqueda de eso que la ilusionó desde pequeña. Incluso fue capaz del sacrificio, de la renuncia y de la soledad. Es ingenuo pensar que el judaísmo sería un tema menor para Némirovsky, si sabemos que tuvo que emigrar mil veces y morir por su raza. Encontraba en la idiosincrasia de su pueblo características que ella no compartía: la excesiva valoración del dinero, una mezcla de insolencia y servilismo, una desordenada obstinación. Describe la amargura e infortunio que han perseguido a la raza judía durante siglos y el yugo bajo el cual crecían sus hijos en la primera mitad del siglo XX.

Pero lo mejor de la novela es que, poniendo el peso en los esmerados retratos interiores de los personajes –incluso secundarios– y en la fluidez de la historia, la escritora nacida en Kiev nunca descuida el aspecto formal de su obra: dueña de un amplísimo vocabulario, usa las palabras justas siempre, mezclando elegancia con espontaneidad.

p. 80

Si temblaba de aquel modo ante ella, no era porque a sus ojos representara la pobreza, sino el infortunio, y un infortunio extraña, siniestramente contagioso, como solo puede serlo una enfermedad.

p. 149

–Ahora tiene un amigo más– murmuró Harry tocándole la mano, profundamente emocionado. Mientras que con Laurence escuchaba con ansiedad cada palabra que pronunciaba y trataba en vano de imaginar las que callaba, en esos momentos las palabras mismas parecían innecesarias: la inflexión de la voz de Ada y su mirada le revelaban la esencia misma de su alma.

p. 160

– ¡Ah, cómo odio tus remilgos de europeo! Lo que tú llamas éxito, victoria, amor, odio, yo lo llamo dinero. Es otro nombre para lo mismo. Así es como hablaban nuestros padres, los tuyos y los míos. ¡Es nuestro idioma! Sabes perfectamente por qué te ama Ada. Porque el día en que para nuestra desgracia entramos por primera vez en tu casa, llevabas un cuello y unas mangas limpias, mientras que yo estaba manchado de sangre y polvo. ¡Y esa es diferencia solo la hacía el dinero! No se trata de que seas de otra raza, de otra sangre…

p. 175

“Sí –pensó la anciana–, es muy fácil hablar así, proyectar ese futuro para tus hijos cuando sabes que nada ni nadie te los tocará. Pero yo… En primer lugar, tuvo que  salvaguardar la vida del mío. Y lo más importante: antes que yo, miles de mujeres de mi sangre tuvieron que proteger por encima de cualquier cosa a sus hijos de los malos tratos y el hambre, del odio injusto y las epidemias, de la pobreza… Estamos marcadas, asustadas para siempre. Pero ¿cómo va a comprenderme esta extrajera, hija de una raza privilegiada?”.

 

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