Parar la olla

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Con dos de cada diez puestos de trabajo ofrecidos por el sector público en el Ecuador, no es inaudito que durante los últimos seis años el mercado de trabajo haya asistido a una migración de fuerza laboral desde las empresas privadas hacia la burocracia. Cada año, según estimaciones oficiales, este país gasta alrededor de 8000 millones de dólares en pagar a las personas que trabajan en puestos financiados por impuestos, multas, especies valoradas y, cómo no, petrodólares. Y la cifra sigue subiendo.

Este fenómeno es propio de economías en expansión con un flujo potente de circulación de efectivo y ahorro bajo. Los bancos, que prestan a tasas de interés de más del 15% y pagan diez puntos menos al que ahorre en depósitos a plazo fijo, empujan al boom de consumo presente en la adquisición desaforada de vehículos, en la burbuja inmobiliaria que viven varias ciudades y en el altísimo gasto en bienes suntuarios de los anteriormente llamados sectores medios, parte de los cuales consiste de una franja emergente beneficiada por la visión gubernamental de refrescar y expandir el sector burocrático en el país.

Además, ahora resulta que ser burócrata es “cool”. Facebook muestra a las brillantes jóvenes mentes de la revolución dándose vueltas por el mundo, capacitándose en cursos en el lejano Oriente, escoltando a los ministros después de viajes interminables a lugares impronunciables, deleitándose en cualquier parte del orbe con sus Blackberry provistos por el gobierno. Ganando cifras elevadísimas pero reclamando a la vez que no les dejen sin el almuercito y el recorrido. Eso sí, la palabra “compañer@” no ha de ser echada en falta. Ésta es también una revolución lingüística, no se crea lo contrario.

Y todo esto podría estar bien, en último término. Después de todo, una de las demandas más agudas que existía en la sociedad ecuatoriana era la de refrescar su sector público, repleto de secretarias que se removían la cutícula, de funcionarios dados al bostezo y la alopecia, de endogamia ministerial y de descascaradas oficinas de luz tenue donde malvivían seres de terror. Jorge Icaza no olvidó algunas de estas imágenes en su literatura.

Lo que sorprende es la capacidad acomodaticia de estas gentes, dispuestas a defender a sus “compañer@s” a capa y espada con tal de no ceder el puestito, el acceso a los viajes y las novedades tecnológicas. Lo que sorprende es la falta de disidencia o al menos de crítica, el olvido patente de las primeras consignas con las que este grupo llegó al poder. Su sospechoso silencio ante los giros ideológicos de los muñequeos políticos. Hemos pasado de la era del funcionario adiposo a la del eficiente joven barbado que corre diez kilómetros diarios. En medio parece haber cambiado más bien poco. Es sano volver siempre a la frase sabia de Lampedusa.

Si los Ponces, Aguiñagas, Martínez, Serranos y sus subalternos (compañer@s, perdón de nuevo) se quedan callados ante un discurso que dice que si no se explota lo que constitucionalmente estaba protegido estaremos abocados a la miseria más degradante, es porque tienen que trabajar como cualquier cristiano. O parar la olla, como se dice en términos populares. Aunque ellos, tan cambiados ya, se vean obligados al silencio porque tienen que pagar la bandeja de sushi.
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