El delito de Leopoldo López

Héctor Yépez Martínez
Guayaquil, Ecuador

Casi cuatro meses lleva Leopoldo López en la cárcel. ¿El delito? Convocar la protesta que miles de venezolanos hoy sostienen contra el régimen de Nicolás Maduro y contra el colapso económico causado por la negligencia del poder. Contra un modelo que, pese a la lotería de una bonanza petrolera sin precedentes, condena a los venezolanos a sufrir largas colas diarias para comprar los productos más elementales. Y contra un autoritarismo que, frente a lo indefendible de sus excesos, ha preferido abandonar ese sistema regional de derechos humanos que promovió nuestro ex presidente Roldós para defender a todo latinoamericano contra el abuso de cualquiera de sus gobiernos.

Leopoldo López está preso sin sentencia y sin ninguna garantía de independencia judicial. La semana pasada, luego de tres días de audiencia, la jueza Adriana López decidió mantenerlo en prisión preventiva y llamarlo a juicio por asociación para delinquir, incendio, daños e instigación. La estrategia es mostrarlo como el responsable de las víctimas en las manifestaciones. Pero lo cierto es que en el único espacio donde se puede difundir información libre desde Venezuela, el Internet, circulan videos de la brutal represión contra el pueblo a manos de una fuerza pública que ya tiene el escalofriante récord de haber matado a 7.998 personas solo entre los años 2000 y 2009, según cifras oficiales citadas por Human Rights Watch.

No importa si estamos de acuerdo o no con Leopoldo López, ni importa la opinión que tengamos sobre el chavismo. No importa si nos parece justa o no la causa de los venezolanos que han salido a la calle o de los millones que en la última elección votaron por Henrique Capriles. Protestar es siempre un derecho, jamás un delito. Y el ejercicio de ese derecho a protestar, como facultad de todo ser humano a expresarse en público y en libertad, no está condicionado a que el resto estemos de acuerdo con sus ideas y motivos. Al contrario, justamente porque es un derecho y no una concesión, es absurdo pretender que la protesta requiera la bendición de una autoridad. Cuando solo se permite manifestar lo que el gobierno autoriza, entonces la protesta deja de ser un derecho humano para degradarse a un simple show decidido en función de los cálculos del poder.

Ahora bien, Leopoldo López es la punta del iceberg de un problema que traspasa las fronteras de su patria. En Venezuela, su caso es una raya más al tigre: el 66,2% de los presos no tienen sentencia y, según Venezuela Awareness, hay 145 presos por causas políticas. En la única dictadura militar que hoy sobrevive en América Latina, la de los Castro en Cuba, luego de décadas de asesinatos y torturas, aún hay presos políticos y miles de detenciones arbitrarias. Pese a las promesas de Obama, los Estados Unidos todavía mantienen 149 “presos de guerra” en Guantánamo sin ninguna garantía judicial. Y en Ecuador se persigue en las cortes a quienes critican y denuncian al poder, con delitos disparatados que prevén penas draconianas, ante jueces cuya imparcialidad ya ni siquiera se aparenta.

Todo derecho siempre ha sido una conquista de la lucha social. Nuestro derecho a protestar y a expresarnos, sin temores ni venganzas, aunque está escrito en el papel de casi todas las constituciones latinoamericanas, hoy clama por ser reconquistado. Las hacinadas cárceles y los sobrecargados tribunales de nuestra región son para los verdaderos delincuentes que diariamente matan, roban y violan a inocentes, no para quienes alzan la voz, con o sin razón, sobre los problemas que afectan a nuestras sociedades. La gran víctima de esta asfixia del debate público no solo son los perseguidos, sino la comunidad en su conjunto, que pierde ideas y propuestas silenciadas ante la imposición de una verdad única por la fuerza. Esta reconquista, que no es para un grupo político, sino para todos, exige la perseverancia de los activistas en su propia tierra, pero también el despertar de la conciencia internacional. Ya es hora de defender los derechos humanos por encima de los cocteles de la diplomacia. Un buen paso sería comenzar a llamar al pan, pan y al vino, vino. Al autoritarismo, autoritarismo, y a la represión, represión.

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