Héctor Yépez Martínez
Guayaquil, Ecuador
Pese a disfrutar de la mayor bonanza petrolera en la historia ecuatoriana, cada día es más difícil ocultar que el gobierno anda escaso de dinero. Hay dos proyectos de ley en el capítulo más reciente para engordar la billetera estatal, esta vez a costa de los derechos fundamentales. Un proyecto busca manejar desde el Banco del IESS más de 900 millones de dólares ahorrados en fondos privados de cesantía; el más representativo, el Fondo del Magisterio, administra alrededor de 431 millones de dólares ahorrados por más de 146 mil maestros en el país. El otro pretende reducir de 15% a 3% las utilidades a los empleados de las empresas de telecomunicaciones, convirtiendo la diferencia del 12% en un impuesto que no lo sufrirán las multinacionales Claro o Movistar, sino sus trabajadores de clase media en Ecuador.
Contra este par de medidas hay abundantes argumentos sociales y económicos. Pero sobre todo hay razones jurídicas: ambos proyectos de ley, más allá de los debates políticos, violan la Constitución y tratados de derechos humanos. El proyecto contra los maestros y los ahorristas en fondos privados es inconstitucional, por la sencilla razón de que el Estado no puede llevarse dinero que no le pertenece. Eso se llama confiscación, prohibida en los artículos 323 de la Constitución y 21.2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. El proyecto contra los trabajadores de telecomunicaciones es inconstitucional por lesionar el principio de igualdad en su derecho laboral a percibir utilidades, puesto que los empleados son discriminados en función del sector donde trabajan, por una ley con dedicatoria que no guarda ningún parámetro general, lo cual viola los artículos 11 de la Carta Magna y 24 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Ahora bien, si ambos proyectos son evidentemente ilícitos y amenazan los derechos de cientos de miles de ciudadanos, ¿entonces por qué nadie habla de acudir a la justicia?
Todos sabemos la respuesta: porque no serviría para nada. Hace poco se ha publicado un informe, redactado por Luis Pásara con el auspicio de organizaciones internacionales, sobre la falta de independencia judicial en el país. Como era previsible, la respuesta del gobierno ha sido desacreditar a Pásara: matar al mensajero. La realidad, sin embargo, es que no hace falta ningún experto para probar que en Ecuador no tenemos justicia independiente. De eso ya se han encargado numerosos espectáculos judiciales: el proceso penal contra El Universo, la sanción económica a los autores de El Gran Hermano por los contratos de Fabricio Correa, la condena a Cléver Jiménez, Fernando Villavicencio y Carlos Figueroa violando la inmunidad parlamentaria, entre muchos otros casos en los que jueces y fiscales se alinean contra objetivos políticos públicamente anunciados desde las sabatinas. A ello se suma que el Consejo de la Judicatura —que nombra, sanciona y destituye a todos los jueces del país— está integrado por hombres cercanos al Ejecutivo, al punto de que lo preside el ex secretario personal de Rafael Correa. En un país donde ni siquiera se guardan las apariencias, el informe Pásara retumba como la ingenua voz que, ante la silenciosa mirada del pueblo, anuncia que el rey camina desnudo.
Hasta ahora, la autoproclamada “metida de mano” a la justicia ha apuntado, en su mayoría, a políticos, activistas sociales, comunicadores y uno que otro gran empresario. Se trata de casos usualmente ajenos a la cotidianeidad de la calle, con poco impacto popular. Así, con un costo político relativamente bajo, han logrado que demos por sentado que, en la práctica, no existe ningún mecanismo eficaz contra la violación de derechos desde el poder.
Pero eso no es normal. Y no puede dejar de indignarnos. No es normal que, ante la confiscación de cientos de millones de dólares ahorrados por maestros, servidores públicos y otros trabajadores, o ante la discriminación contra miles de empleados de telefónicas inocentes por la actividad de su empleador, la única salida hoy sea pedir reuniones al presidente para ver si cambia de opinión. Aquí la ciudadanía no mendiga dádivas ni concesiones, sino que merece el respeto a sus derechos humanos tutelados en la Constitución. ¿Por qué el derecho a que el Estado no confisque ahorros de los maestros depende de una exposición de Juan José Castelló al presidente? ¿Por qué el derecho de un empleado de Claro o Movistar a recibir utilidades sin discriminación está condicionado al humor de un mandatario, que en vez de atacar a la clase media, bien podría bajar tarifas telefónicas para disminuir las ganancias exorbitantes de las multinacionales?
Si viviéramos en una democracia normal, todos estaríamos tranquilos: la vía para impedir estos abusos sería acudir ante una justicia independiente. En una democracia constitucional, tendríamos la absoluta seguridad de que cualquier juez autónomo y honrado impediría la confiscación de ahorros privados o la discriminación en el reparto de utilidades. Pero eso no ocurre en Ecuador, porque no tenemos jueces imparciales ni, por tanto, auténtica democracia. Estos casos hoy demuestran que las víctimas de una justicia sometida al poder político no solo son periodistas o militantes de la izquierda, sino cientos de miles de ciudadanos de a pie, indefensos contra un Estado que no duda en lesionar derechos para financiar la cosa pública. Y confirman que, ante la arbitrariedad y la injusticia, las garantías de la Constitución quedan subordinadas al cabildeo, la plegaria y la benevolencia de un sola persona en el poder.
Twitter: @hectoryepezm