El despojo legalizado

Diego Ordóñez
Quito, Ecuador

La estrechez del seso revolucionario reduce este debate a asunto de defensa o ataque a la riqueza y a quienes la generan. Se trata de estimular el espíritu de revancha con la retórica más elemental del rico contra el pobre, tan de telenovela.

Chávez acostumbraba, como César en Coliseo que se apropiaba de la vida, a disponer de la propiedad privada. Al grito de exprópiese, edificios o negocios se estatizaron para acomodar más burocracia, acomodar a algún agnado, todo en nombre de la redentora justicia social.

En el correísmo los terrenos, los edificios, las casas, los autos están a salvo. No se han expropiado, hasta hoy. Lo que se expropia es la renta. Es el rendimiento de la inversión, que en entender de esta izquierda retrógrada, es la plusvalía del trabajo; la que tampoco va al trabajador, sino a las cuentas estatales para redimir la pobreza con subsidios y hacer crecer la economía con los jugosos réditos –económicos y electorales- que genera la obra pública.

La troupé de propaganda despliega su telenovela; los asambleístas que neófitos se muestran duchos con un bien aprendido guion; y obviamente en el monólogo tóxico, en conjunción de voces, muestran la bondad de leyes inmorales que despojan, en nombre de la revancha social, los réditos empresariales; y aquí lo trascendente del debate; que servirían mejor en manos privadas para multiplicar la riqueza y porque tal despojo –que no sucede ni en la China comunista- condena al aislamiento económico y ahuyenta inversión que es requerida para crecer sostenidamente y no depender de la volatilidad del precio del petróleo.

Esta obviedad, que la ha entendido la mayoría de las corrientes socialistas, sigue siendo una aberración para quién se pavonea con los galones de PHd.

La reforma tributaria, undécimo paquetazo, no trae incentivos. Salvo a los amigos que invierten en generación eléctrica y se espera lo hagan en refinación, para quienes son dadivosos en reducción de impuestos; el resto contiene desincentivos. Tal cual la alteración contractual y vulneración de todo principio de estabilidad y certeza que contiene la reforma a la Ley de Telecomunicaciones.

Para dar visos de legalidad a las normas que legitiman el despojo, se recurre a argumentaciones impropias como aquella en sentido que un impuesto progresivo en relación con el número de usuarios de una compañía operadora de telefonía celular, sirve para combatir prácticas monopólicas e invocan el Art. 304.6 de la Constitución. Si es con impuestos que se corrige el abuso de poder de mercado, se debería derogar la Ley de Competencia que establece mecanismos que nada tienen que ver con medidas impositivas o de extracción de renta. ¿Regular la acaparación de mercado? ¿Es eso lo que pretende esta reforma?.

La verdad está en la sapiencia económica del presidente. Nada tiene que ver penalizar a Claro con un impuesto discriminatorio con regular el mercado. Sino con la forma en la que se pretende enfrentar la dramática caída de ingresos al fisco. El razonamiento es de elementalidad populista. La revolución necesita recursos para obra social y para su cruzada redendorista. Si falta, por que bajó el precio del petróleo, hay que aumentar impuestos.

El sapiente economista no se plantea que debe reducir y garantizar la calidad y rentabilidad de los gastos, reducir la inmensa burocracia que ha creado; y fomentar la retraída inversión privada.

Es evidente que no tomará el camino difícil de rectificar ocho años de populismo, bajas tasas de inversión privada y gasto burocrático infructuoso. Sostener el proyecto político demanda mantener el nivel de gasto para perdurar la sensación de bienestar y de comodidad. Y, entre que un inversionista reciba los estímulos para permanecer y expandir sus negocios y que el proyecto sobreviva, es evidente que la decisión electoramente inevitable será hacer todo para esto suceda. Y cuando digo todo, quiere decir de todo, sin consideración legal ni ética.

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